viernes, 14 de marzo de 2008

El socialcristianismo en el actual mundo plural

Por: Querien Vangal

En un México que se transforma vertiginosamente con una democracia naciente y en un proceso de transición, el papel de los políticos con un compromiso serio frente al bien común es relevante. En esta reflexión, Carlos Abascal, ex Secretario de Gobernación, un político de convicciones, comparte su visión de la política en un mundo plural.

«La pregunta es clara; tiene una respuesta teórica sencilla, aunque la puesta en práctica es desafiante; ¿cómo defender y promover las ideas socialcristianas en un mundo caracterizado por la pluralidad y la diversidad de opiniones, posturas, convicciones y confesiones religiosas?

Procuraré dar una respuesta a la pregunta desde una perspectiva práctica. Llevo varias décadas en la lucha cívico-política y cada nueva experiencia complementa mi respuesta pues sigo aprendiendo.

En ningún caso podemos plantear el tema como algo teórico o que solo pertenece al mundo de las ideas. Coincido con el gran filósofo Chesterton: “todo buen pensamiento que no se convierte en palabras es un mal pensamiento, y toda buena palabra que no se vuelve acción es una mala palabra

Parafraseando a Chesterton: Todo buen pensamiento que no se convierte en palabras es un pensamiento imperfecto y toda buena palabra que no se vuelve acción es una palabra estéril. No pretendo desarrollar grandes teorías filosóficas busco ser más testigo que otra cosa -hay otros que lo harán mejor que yo-. Quiero destacar algunos puntos emanados del magisterio social de la Iglesia Católica, a la cual me honro en pertenecer, y de ciertos pensadores humanistas que han marcado mi actuación como político.

Quiero comenzar subrayando que los fieles laicos tenemos la obligación de participar en política. Así nos lo recuerda Su Santidad Juan Pablo II en la exhortación apostólica Post-sinodal Christifideles Laici. Ahí nos dice que: “nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso (1)

A nadie le es lícito permanecer ocioso. ¡Que fuerza tiene esta frase! A través de ella el Santo Padre nos hace ver que como fieles laicos no podemos mantenernos en nuestra casa, que estamos llamados a ser obreros en su viña, que no debemos incurrir en uno de los pecados más graves para un cristiano: el de omisión.

Asimismo el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia afirma que “la participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia”.

Frente a nosotros tenemos un mundo que dista mucho de ser homogéneo o uniforme. Se nos presenta una sociedad expectante, necesitada tanto de soluciones a sus problemas más sentidos como de una guía espiritual. Conviene advertir, entonces, que las comunidades que integran nuestras sociedades no pueden entenderse ya sólo como un gran todo social. Por el contrario, nos desarrollamos en un mundo que es diverso, en el que impera la pluralidad. Así, el diálogo emerge ya no solamente como un deber ético, sino como una verdadera necesidad para poder llegar a certezas comunes con quienes no comparten nuestra forma de pensar.

Los católicos hoy vivimos, actuamos y nos desarrollamos en el contexto de las sociedades plurales. A esa pluralidad debemos verla simplemente como el signo de nuestros tiempos en una era en la que el ser humano es incapaz de procesar todos los estímulos que recibe a través de los medios masivos electrónicos, el Internet, el cine, la mercadotecnia. La pluralidad de nuestros tiempos se parece más a la ausencia de ideas propias o a la aceptación irreflexiva de propuestas carentes de valor antropológico. Y justamente, buena parte de nuestra contribución a la sociedad moderna, consiste en llevar el mensaje del humanismo trascendente en medio de esta realidad. Ese es un esfuerzo que en no pocas ocasiones ha sido encabezado por políticos cristianos. Me viene a la cabeza el ejemplo de Konrad Adenauer, de Robert Schuman o de Alcides De Gasperi, quienes levantaron una nueva institucionalidad en Europa y tendieron puentes de acuerdo entre sociedades agraviadas y enfrentadas por conflictos muchas veces ancestrales.

El diálogo ha sido, el factor por excelencia que ha permitido a las nuevas democracias consolidarse como sociedades más humanas.


LA MODERNIDAD, SU CRISIS Y LA REACCIÓN POSMODERNA

La época que nos ha tocado vivir está marcada por la crisis de la modernidad. Este término, “modernidad”, agrupa diversas corrientes de pensamiento, producto de la Ilustración, cuya esencia es la concepción del hombre y de la sociedad como liberadas de toda referencia a una realidad trascendente. Esta cosmovisión inmanentista y secularista tiene una confianza casi absoluta en que el conocimiento racional y científico le garantizará a la humanidad un proceso creciente de bienestar material y de progreso. La ética se convierte en algo totalmente subjetivo, pluralista, que ha superado los prejuicios religiosos, y la política emerge como algo absolutamente secularizado, que habrá de llevar a los pueblos a un desarrollo lineal.

Pero esa modernidad, en la que están inspiradas diversas ideologías como el liberalismo o el marxismo, y que sirvió de faro tanto a izquierdas como a derechas, hoy está en crisis. Sus teorías, sus principios y sus valores entraron en cuestionamiento desde la realidad social misma. Además de que no cumplió con la promesa de una sociedad libre del flagelo de la pobreza y la inequidad, y gobernada por la luz de la razón, la modernidad, paradójicamente, no resolvió los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que planteaba desde sus versiones de la izquierda y la derecha.

La experiencia histórica nos demostró, no sin dramatismo y muerte, que hasta los medios mas racionales pueden estar al servicio de los fines más irracionales, y así vimos pasar frente a nosotros guerras fratricidas, armas de destrucción masiva, depredación del medio ambiente o corrupción criminal. Los avances tecnológicos, producto del desarrollo de la ciencia, no siempre se tradujeron en herramientas a favor del hombre, sino que en no pocas ocasiones se revirtieron en su contra y se convirtieron en sus peores enemigos.

Frente a esta modernidad declinante y en crisis surge la etapa posdemocrática que muchos llaman “posmoderna”. Ésta no cuestiona las premisas de la modernidad pero critica su proyecto, al que acusa de no haber logrado la emancipación humana. El pensamiento postdemocráctico, posmoderno, sin proponer realmente una agenda de cambio, postula una ruptura con el orden disciplinario y convencional de la modernidad, desconfiando de sistemas y de absolutos. Los individuos ya sólo quieren vivir el presente, y el futuro, sobre todo el colectivo, pierde importancia. Los estados toman decisiones que destruyen la premisa democrática fundamental: la igualdad esencial de todos los hombres expresada en los derechos universales del hombre, por ejemplo, mediante el aborto. Las democracias más “avanzadas” suponen que pueden imponer la democracia a todos los pueblos; la libertad que es como la sangre que circula por el organismo democrático se ha tornado libertinaje; la pretensión de dominio de los estados democráticos más fuertes, pasa por encima de cualquier principio democrático para alcanzar su propósito. La participación ciudadana, pilar de la democracia, va siendo relegada en aras del interés económico de las grandes corporaciones y del poder creciente de los medios masivos de comunicación.

Es la época del desencanto, de la negación de la política, de la desilusión por el porvenir. El desvanecimiento de las ideas conduce a un secularismo crudo, desnudo, y a una ética acérrimamente individualista y hedonista, donde lo que se pretende es maximizar el placer y la utilidad. Se renuncia a los ideales. Es el tiempo del relativismo, del culto al cuerpo, del consumismo, del desarraigo. Algunos autores, como Lipovetsky, incluso la han considerado como la era del vacío, como el imperio de lo efímero (2)

Se exalta la pluralidad ética como valor absoluto y, en no pocas ocasiones, se exige como requisito para poder convivir en ella la renuncia a los principios propios, los cuales son considerados como fuente potencial de conflictos o intolerancias.

Hoy, nos dice Rodrigo Guerra, los políticos han ingresado en la moderación y hasta en el escepticismo respecto del valor de los contenidos ideológicos, y han girado hacia la búsqueda de la pragmatización de las propuestas de acción política, generando un debilitamiento de las aspiraciones democráticas de la sociedad y una anomia ideológica acompañada por un pragmatismo utilitarista (3)


EL PAPEL DE LOS CATÓLICOS Y EL FUTURO DE LAS IDEAS SOCIALCRISTIANAS

Ante esta situación, no debe extrañarnos que el cristiano, sobre todo aquél que ha decidido participar en la vida pública, experimente un sentimiento de gran perplejidad, cuando no de franca vacilación. Surgen inevitablemente las preguntas: ¿qué debe hacer el cristiano que actúa en política? ¿Cuál es el futuro de las ideas humanistas de inspiración cristiana en un mundo fragmentado, escéptico, confuso?

En México durante décadas estaba prácticamente prohibido asumirse como católico en la vida pública. Los católicos, siendo una gran mayoría, estábamos casi condenados a la clandestinidad. Desde la segunda mitad del Siglo XIX, se impuso un laicismo fanático, intolerante, que reducía los valores cristianos únicamente a la esfera de lo privado, y a veces ni siquiera ahí se les permitía desarrollarse con libertad, produciendo una verdadera esquizofrenia social.

Pasó entonces lo imaginable: los católicos, como bien señaló alguna vez Carlos Castillo Peraza, sucumbimos al complejo de pieles rojas: en la reservación nos poníamos las plumas y los mocasines e invocábamos al Gran Espíritu, pero después derrotados por la modernidad liberal, nos disfrazábamos de blancos para vivir tranquilos, sin temor a la burla y al adjetivo.

Esto hizo que surgieran dos posiciones. Primero, la del católico acomodaticio que, acomplejado e incapaz de dar respuesta a la modernidad ilustrada, optó por disolverse en ella, reduciendo su identidad a la vida privada y anónima, estableciendo una separación radical entre su fe y sus valores y las instituciones públicas. Frente a este cristianismo anónimo se levantó la postura integrista, igualmente ineficaz, que decidió vivir en el gueto, atrincherada, olvidada de un mundo del cual no se sentía parte y que lo podía contaminar.

Así pues, se cometieron dos excesos, la disolución del catolicismo en la cultura moderna, hedonista, materialista y pragmática, y el congelamiento inmovilista del cristiano frente al mundo moderno.

Pero pareciera que éste no fue un fenómeno exclusivo de mi país. Los católicos, como lo señaló José Luís Aranguren, oscilamos del rechazo total de la cultura moderna, a su aceptación total indiscriminada y a la consecuente marginación de nuestra historia y de nuestros valores. Esto como producto, en buena medida, de las presiones de cierta intelectualidad laicista que ha pretendido imponer la idea de que la fe está completamente separada del mundo y que no tiene nada que ver con la historia. No es exagerado afirmar que el significado de las palabras de Jesús en el Evangelio, “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, ha sido tergiversado y manipulado por unos y otros para expulsar a Cristo de la historia.

¿Cómo actuar, entonces, en un mundo que como ya se mencionó, presenta retos inéditos y especialmente complejos para quienes aceptan ser luz del mundo y sal de la tierra en la vida pública? Nuestro reto es hacer lo que nos toca hacer, sin miedo, sin desmayo.


DESAFÍOS PARA EL CRISTIANO

Por otra parte, es necesario reconocer que la pluralidad y la necesidad del diálogo traen consigo varios desafíos para los cristianos. El principal de ellos es aceptar a la otra persona, ver en ella a Cristo mismo, considerarlo como nuestro prójimo, respetar su dignidad. Más que tolerancia, el cristiano debe tener solidaridad. Más aún, a la luz del mandamiento del amor, el cristiano debe promover el amor en la vida pública, en especial en la política.

Pero no debe confundirse la necesidad de dialogar con el equívoco y relativista argumento de que todas las ideas son verdaderas o, peor aún, que ninguna de ellas lo es. Hay ideas verdaderas e ideas falsas; sin embargo todas las personas son verdaderamente personas. Las ideas se defienden, se argumentan, se difunden y se contrastan. A las personas se les respeta siempre. La pluralidad no puede significar nunca la renuncia a las propias convicciones. ¿O acaso puede generarse una vida democrática a partir del escepticismo, es decir, de la afirmación de que no es posible acceder a la verdad o de la negación de que la verdad existe? Desde luego que no. Cito nuevamente a Carlos Castillo Peraza: “si mi verdad y tu verdad son lo único; si no se afirma que existe la verdad, entonces lo verdadero va a ser decidido por el más fuerte y sobrevendrá la opresión”.

Y es que la democracia necesita de valores absolutos para existir. El relativismo intelectual o moral, manipulable además por las “mayorías”, es el fundamento de la postdemocracia que acabará siendo antidemocracia.

Sólo desde la identidad propia es posible dialogar con quienes no piensan como uno. Solo dejando atrás los complejos y teniendo seguridad en lo que se afirma, es como uno puede ser válido interlocutor con la contraparte. La política requiere superar el escepticismo pragmático y responder a las preguntas que están en boca de los ciudadanos.

En la encíclica Sollicitudo Rei Sociallis, Juan Pablo II nos dice que el católico debe luchar porque su propia visión pueda ser considerada tan valiosa como cualquier otra en la edificación de las estructuras políticas, en la formulación de las decisiones de las que depende el desarrollo y, en consecuencia, la paz. Dicho de otro modo: al mismo tiempo que debe actuar en el seno de una sociedad plural, debe rechazar esa supuesta “modernidad” que identifica lo público con lo estatal y que atribuye de manera única al Estado la fundación axiológica y jurídica de la convivencia humana, generando así un laicismo intolerante e irrespetuoso con la verdadera libertad religiosa.

Y esas decisiones pendientes en las que tenemos el deber de influir, implican asumir el reto de poner a la persona humana en el centro del desarrollo:
1.- La defensa de la sacralidad de la vida humana.
2.- La promoción de la familia, comunidad estable de amor entre una mujer y un hombre.
3.- La eliminación de la miseria y la reducción de la pobreza.
4.- El respeto a los Derechos Humanos: Niñas, niños, mujeres, migrantes.
5.- La consolidación de la paz: contra la violencia y el terrorismo.
6.- La lucha contra causas de mayor mortalidad infantil y materna VIH-SIDA.
7.- El acceso de todos a salud básica y medicinas.
8.- La conservación y protección del entorno.
9.- La aplicación de la Ley y de los tratados con pleno respeto al orden natural.
10.- La matriculación universal en educación básica y la elevación de la calidad contenidos y la formación en valores morales.
11.- La eliminación de cualquier forma de discriminación.
12.- Alianzas globales para la competitividad compartida y tecnología compartidas.
13.- El fortalecimiento y, en su caso, la recuperación del sentido social de medios masivos.
14.- El fortalecimiento de la identidad cultural de todos los pueblos.

No podemos, desde la perspectiva de la fe, dejarnos asfixiar por la estridencia de las diversas voces de la sociedad contemporánea, so pena de quedarnos inmóviles, en medio de los escollos, los peligros y los límites que la situación nos muestra. Los católicos que actuamos en política debemos participar, plenamente, con identidad propia, del universo de las decisiones políticas, sin nostalgias de confesionalismo estatal y sin los complejos de quien se siente fuera del mundo y fuera de época. ¿Cómo podríamos los cristianos estar fuera de época y del mundo si el Maestro es quien ilumina todos los tiempos, pues Él es el único camino, verdad y vida?

Lo que está en juego es el bien común. Para avanzar en su edificación, debemos postular el primado de la política como ciencia, arte y virtud, que mediante el diálogo, construye las condiciones adecuadas para propiciar la plena realización temporal de las personas y para propiciar también la expansión del espíritu en un marco del pleno respeto y promoción de los derechos humanos.

Sin embargo, hay que enfatizar que si la política parte de una concepción mutilada del ser humano, acabará por ser su adversaria y opresora. Como afirma la Doctrina Social de la Iglesia “una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana”.

El humanismo cristiano, filosofía y revelación, afirma que la persona humana, espíritu encarnado o cuerpo espiritualizado, está dotada de inteligencia para conocer la verdad, y de voluntad para adherirse a ella y hacerla su bien; posee conciencia para discernir el bien y el mal; es individuo desde su concepción, hasta su muerte natural, único e irrepetible y, al mismo tiempo, de naturaleza social; es libre con responsabilidad; está dotada de la capacidad de amar; está ordenada hacia su bien por medio de principios morales escritos en su corazón; está protegida por derechos humanos anteriores y superiores al Estado; está llamada a la felicidad temporal y eterna; está revestida de una dignidad infinita por haber sido creada a imagen y semejanza de Dios.

El humanismo cristiano, afirma que la persona es principio y fin inmediato de la familia y del Estado. Esta aportación constituye un patrimonio ético que va más allá de las fronteras de la Iglesia Católica y ofrece un terreno común de convivencia a quienes no comparten la fe. Supone considerar a la persona como poseedora de una dignidad y de un valor absoluto incuestionables en todas las etapas de su vida, desde el momento mismo de su concepción. De esta visión se derivan obligaciones prácticas específicas, como el diseño de políticas públicas que respeten y promuevan esta noción de persona en y desde la familia, a partir de los principios básicos de la convivencia humana: la solidaridad, la subsidiariedad, la participación, la justicia, el bien común.

La Doctrina Social de la Iglesia ante los retos del Tercer Milenio, nos enseña que los laicos en democracia y en política, deben recurrir a los siguientes criterios fundamentales: “la distinción y a la vez la conexión entre el orden legal y el orden moral; la fidelidad a la propia identidad y, al mismo tiempo, la disponibilidad al diálogo con todos; la necesidad de que el juicio y el compromiso social del cristiano hagan referencia a la triple e inseparable fidelidad a los valores naturales, respetando la legítima autonomía de las realidades temporales, a los valores morales, promoviendo la conciencia de la intrínseca dimensión ética de los problemas sociales y políticos, y a los valores sobrenaturales, realizando su misión con el espíritu del Evangelio de Jesucristo”.

Así, las ideas socialcristianas fundadas en la filosofía, la sociología, la historia y las ciencias en general, deben ser una fuente de vida, en un mundo no pocas veces dominado por la cultura de la muerte; de ellas debe brotar esperanza, ilusión y pasión por un mundo mejor. Necesitamos formar una juventud llena de ideales y de esperanza, a partir de un realismo sereno. Una juventud sin ideales de amor, justicia y orden es una juventud decadente, valga la contradicción. Y es que los ideales son la adrenalina del espíritu. Son estas ideas, sostenidas y vividas por los laicos comprometidos, precisamente desde su laicidad, las que deben contribuir a la humanización de este mundo convulso, de realidades descarnadas, de necesidades sociales cuyo alivio no admite dilación. Llevando el pensamiento socialcristiano al diálogo con otros actores sociales y políticos y, al mismo tiempo, proyectándolo en la forma de nuevas iniciativas de leyes y de políticas públicas de nuestro tiempo, lograremos una verdadera humanización de la sociedad en dos niveles necesarios: el nivel de la conciencia que necesita esperanza en el futuro y el nivel de las condiciones sociales que tanto pueden y deben mejorar la situación material y espiritual de todas las personas, en particular la de los más pobres, la de los más débiles, quienes les fueron especialmente encomendados al hombre.


QUIERO COMPROMETERME CON UN CONCEPTO DE LÍDER

LIDER es quien inspira y guía a un grupo humano para conjugar de forma solidaria y subsidiaria el ejercicio de la libertad de los seguidores (voluntades y talentos) con la capacidad de concebir y transmitir un ideal realizable para que el grupo humano alcance (eficacia) su bien común armónico con el de la sociedad en el Estado mediante su capacidad (la del LIDER) de amar, saber y servir.

Este tipo de liderazgo hará especialmente amable nuestra propuesta humanista trascendente.

Ese es el esfuerzo que estamos haciendo en México a través del Partido Acción Nacional y en el continente a través de la Organización Demócrata Cristiana de América. Ambas instituciones se asumen como instrumentos para servir desde una dimensión ética a la humanidad, en orden al bien común desde el centro político humanista. Asumimos como una nueva tarea la consolidación de una democracia justa y eficaz a partir de la generación de una cultura de pensamiento socialcristiano, desde gobiernos humanistas y de comunidades dispuestas a ampliar con libertad sus convergencias, reiterando nuestro reconocimiento a la pluralidad social y aceptando el compromiso de ser vínculo incluyente para la diversidad cultural de nuestros pueblos.

Juan Pablo II nos recordó, enfáticamente, el ¡no tengáis miedo! Hoy más que nunca es esta la actitud con la que debemos enfrentar los retos. Quiero recordar también un pensamiento contenido en la encíclica Sollicitudo Rei Sociallis, de este Papa tan extraordinario que marcó mi generación y que inspiró la vocación política de muchos, desde luego la mía:

“No se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir, que así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también-ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y las mujeres en cada coyuntura de la historia. Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar".

La crisis de la posdemocracia es, a mi juicio, evidente; pero es también evidente un renacimiento del humanismo cristiano con el que cada vez más personas, cristianos y personas de buena voluntad, se comprometen.

No quiero concluir sin hacer una última reflexión. El cristiano suele incurrir en una pasividad inadmisible, o por la ley del menor esfuerzo, o por un providencialismo inaceptable.

El reto del cristiano consiste en hacer todo, con alegría, como si todo dependiera de él, y en confiar en Dios todo, con abandono, porque todo depende de El.

Esta actitud compromete al cristiano para trabajar primero que nada en su propia y constante transformación. El cambio del mundo comienza por el cambio del propio corazón.

El cristiano cuenta con la gracia, que sobreabunda por los canales del Amor, para salir fortalecido al mundo para cumplir con su misión de ser sal de la tierra y luz del mundo. »

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