miércoles, 15 de agosto de 2007

El camino a las urnas


Enrique Galván-Duque Tamborrel

En México, el camino hacia la democracia ha sido dolorosamente lento, si se considera que en casi 200 años de vida independiente, sólo hemos tenido tres elecciones presidenciales razonablemente libres: 1911, 1994 y 2000. El siglo XIX fue definido por las bayonetas, no por los votos y en el siglo XX, la democracia pareció no tener cabida en México, más que como letra muerta dentro la Constitución o como uno de los grandes mitos surgidos con la revolución mexicana. Hoy, la situación es diferente. Los ciudadanos recuperamos el valor del voto, luego de un largo y desgarrador proceso histórico.
En la historia de la democracia mexicana la primera mitad del siglo XIX estuvo cubierta con el manto de la inexperiencia. Tres siglos con una estructura política monárquica y antiliberal no ayudó a la consolidación de la novedosa --para los mexicanos-- forma de gobierno señalada en el artículo 5º de la Constitución de 1824: “república representativa, popular y federal”.
En la primera elección presidencial, un error de sentido común, condenó a México a décadas de inestabilidad. De acuerdo con la ley, el candidato que obtuviera el mayor número de votos sería presidente y el segundo lugar, vicepresidente. El Congreso no previó que siendo los candidatos presidenciales rivales de partido, el presidente y el vicepresidente electos serían invariablemente opositores entre sí, lo cual, paralizaría el ejercicio del poder.
El modelo de elección adoptado provenía de la Constitución estadounidense, pero en Estados Unidos funcionaba porque la elección se verificaba por fórmulas: si un candidato presidencial triunfaba no tendría problemas: a la primera magistratura lo acompañaría un vicepresidente de su mismo partido. En México, la vicepresidencia parecía representar el premio de consolación para el candidato presidencial derrotado en detrimento, desde luego, de la autoridad presidencial.
Por azares de la fortuna, la primera elección presidencial del México no evidenció el problema de la vicepresidencia. Guadalupe Victoria concluyó su periodo de gobierno sin problema alguno (1824-1828). Pero en la siguiente elección, el triunfo de Manuel Gómez Pedraza fue impugnado por el candidato derrotado Vicente Guerrero --quien de acuerdo a la ley ocuparía la vicepresidencia-- y la sucesión presidencial terminó dirimida en el terreno de las armas.
En los escasos momentos de la primera mitad del siglo XIX en que la vida política del país parecía retomar los cauces legales, el sistema representativo fue severamente criticado. Los ataques provenían de la imposibilidad de verificar que las elecciones no estuvieran viciadas de origen. No existían los mecanismos legales ni las instituciones necesarias para corroborar la legitimidad de cada uno de los miembros que llegaba a ocupar un cargo de elección popular.
La no siempre transparente elección de los miembros del Congreso y su facultad para elegir al presidente de la república, otorgó al Legislativo un poder por encima del Ejecutivo que terminó por debilitar la autoridad presidencial. El desequilibrio entre los poderes de la Federación comenzaría a ser revertido con el ascenso de la generación liberal en 1857 hasta llegar a la sana independencia bajo la República Restaurada para luego transitar al extremo opuesto: durante el porfiriato el poder legislativo quedó subordinado de manera absoluta a las decisiones del presidente la Nación.
Tras casi 30 años de dictadura --en los cuales la sociedad mexicana abdicó de sus derechos políticos y sacrificó la democracia por la paz social--, en 1909, la nación mexicana fue testigo de la “aurora democrática” que despertó la conciencia pública. Francisco I. Madero intentó recuperar los derechos políticos del pueblo mexicano a través de una intensa campaña cuyo argumento era contundente: sólo con el respeto irrestricto a la ley, la democracia podía establecerse.
La “aurora democrática” del maderismo logró que los mexicanos se concibieran como ciudadanos libres y transmitió su convicción en el poder del sufragio. Madero quiso revertir los vicios de la dictadura construyendo un “círculo virtuoso”, definido por la legalidad, donde el punto de partida fuese el sufragio efectivo. El voto libre traería por lógica la elección de representantes libres y comprometidos con la Nación -no elegidos por el presidente o el grupo en el poder.
Con la efectividad del sufragio el Congreso recuperaría su independencia frente al Ejecutivo y de manera natural se alcanzaría el punto de equilibrio entre los poderes de la federación. Ejecutivo y Legislativo crearían leyes para dotar a la República de los instrumentos necesarios para su desarrollo y para la consolidación de la democracia. El pueblo cerraría el círculo, porque sabiéndose apoyado por leyes justas y beneficiado con ellas, invariablemente defendería la libertad del sufragio.
Del “círculo virtuoso” de Madero sólo llegó a cumplirse el primer paso: sufragio efectivo. Con la caída de Madero en 1913, la sociedad y la clase política se perdieron en el vértigo de su propia libertad --recuperada súbitamente luego de 34 años de dictadura-- y demostraron dolorosamente, que el país no estaba preparado para la democracia.
La revolución mexicana produjo un sistema político básicamente antidemocrático. Si bien la Constitución de 1917 modificó el tipo de elección otorgando a los ciudadanos la posibilidad de elegir de manera directa al presidente, diputados, senadores y demás cargos de representación, con la creación del partido oficial en 1929, la democracia desapareció en manos del autoritarismo presidencial y bajo la discrecionalidad de la ley. Como en tiempos de don Porfirio, gran parte de la sociedad decidió abdicar a sus derechos políticos a cambio de paz social y estabilidad política.
Con un gobierno actuando como juez y parte en las elecciones, los viejos métodos electorales porfirianos palidecieron junto a la sofisticación del fraude que llegó a manejarse en el siglo XX. Cada jornada electoral se estrenaba un nuevo instrumento que garantizaba el triunfo en las urnas: del robo con ametralladora en mano se pasó a la urna embarazada -previamente llena. De la intromisión de la fuerza pública al carrusel o el ratón loco –-en camiones seudo ciudadanos son llevados a votar en todas las casillas posibles. Del conteo doble a la ya célebre “caída del sistema”.
Sexenio tras sexenio, fue violentado el ejercicio libre y pleno del sufragio y minado el poder del voto sufragado hasta hacerlo nulo. Los cargos de elección popular dependían de la voluntad presidencial, de los gobernadores, de los líderes charros pero no del voto. Durante años, en días de elección, las casillas lucían vacías, sólo acudían a votar los acarreados; el desánimo ciudadano por la vida pública se resumía en una frase: “¿para qué votamos?”.
Las recurrentes crisis --económicas y políticas-- de las últimas décadas del siglo XX abrieron espacios de luz cívica que fueron recuperados por la sociedad. La ciudadanía reconquistó su voto. Logró arrebatarlo a través de una férrea lucha opositora y lo ha consolidado mediante leyes e instituciones como el Instituto Federal Electoral. Son los pilares de un nuevo intento por establecer un régimen plenamente democrático que aún se ve a la distancia.
El poder ha vuelto al sufragio. En vísperas de elecciones, en un sano ejercicio de responsabilidad democrática, la ciudadanía tiene la última palabra en lo que debe ser una fiesta cívica, el día del ciudadano, tal y como lo concibió Madero: “Ahora que se prepara una nueva era de democracia, indudablemente el pueblo mexicano sabrá marchar sin vacilación alguna por ese nuevo derrotero que se ha trazado, sabrá ejercer sus derechos políticos; sabrá nombrar con tacto a sus gobernantes y marcarles el derrotero que han de seguir; y los que quieran volver a tiranizar al pueblo mexicano, hemos demostrado ya lo que debe hacerse con ellos... los embarcaremos en otro ‘Ipiranga’ como al General Porfirio Díaz”.
Frente a las urnas cada ciudadano tiene un encuentro personal con la Patria. Ejercer el derecho al voto es un acto de civismo, íntimo y sagrado. Obedece a motivaciones particulares; mezcla principios, ideologías y tradiciones históricas opuestas quizá entre sí, pero que, salvaguardado por la garantía del secreto, termina por materializarse en la legitimidad del interés común: la elección democrática. Este es el momento del ciudadano, ha llegado nuestra hora. Las urnas nos esperan el 2 de julio.

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