jueves, 23 de agosto de 2007

El populismo del Peje


Enrique Galván-Duque Tamborrel

México vive una etapa postelectoral cuyo antecedente remoto en nuestro país se ubica en la estrategia de Vicente Guerrero para hacerse del poder apenas iniciada nuestra independencia. Sin embargo, en esta ocasión recurre a los estilos y técnicas actualizados de los procesos revolucionarios del Siglo XX y que se resisten a morir en el XXI.
Aparentemente, Andrés Manuel López Obrador aceptó, como abanderado del Partido de la Revolución Democrática, las reglas electorales y las instituciones establecidas en nuestra legislación: el COFIPE, el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Sin embargo, y ya desde antes de ser formalmente candidato, fue preparando todo un escenario y un complot (“compló”, diría él), de acuerdo con los cuales había una resistencia y unas acciones orientadas a impedirle llegar a la Presidencia de la República.
Ignorando los avances y transformaciones de nuestro sistema electoral ciudadanizado, producto de la participación de todas las fuerzas políticas, se empeñó en asegurar la existencia de una “elección de Estado”, como si todavía viviéramos en 1988. Ideas simples, de fácil asimilación y atractivo para unos medios de comunicación dóciles a su imagen y atraídos por si figura, los cuales recogieron y dieron resonancia a su voz, aunque ahora los califique de enemigos y parciales.
Autocalificado como “indestructible” o como gallo imposible de desplumar y otras lindezas semejantes, se posicionó como candidato ganador a partir de las encuestas, mientras le fueron favorables o con las que lo impulsaban. A las otras, las que registraron el descenso de su popularidad, las descalificó. “Su” encuesta, la que le aseguraba su amplia ventaja, reiteradamente mencionada, nunca fue visible. Fue uno tanto de los dogmas en los que sus seguidores y el resto de la sociedad debemos creer, los demás estamos descalificados o somos complotistas.
Esa imagen de víctima le era necesaria, a pesar de su certeza del triunfo, pero le ha resultado fundamental en la derrota, la crea cierta o no. De cualquier forma, él se había ubicado dentro del fenómeno populista para el futuro. A esa imagen se debe, sin duda, su popularidad y la fuerza de su candidatura que estuvo a punto de llevarlo a la Presidencia de la República aunque, a la vez, fue su desventaja cuando desde ella fue señalado como “una amenaza para México”, polarizando el proceso.
César Cansino e Israel Covarrubias, en su obra “En el Nombre del Pueblo, Muerte y Resurrección del Populismo en México”, ubican a AMLO dentro del populismo premoderno, aunque no “clásico”, pero con una discursiva “antipolítica”, con un discurso ideológico que apela a la soberanía popular con un “excepcional chantaje-amenaza”, a partir de movilizaciones de aparente apoyo, pero que en realidad son un mecanismo de confrontación con sus adversarios.
Publicada a principios de este año, la obra advertía ya de este populismo que podía “cambiar su naturaleza pasando a ser una oposición antidemocrática (radicalización) o pasar al centro de la política (asimilación)”, con la advertencia de que de ser fiel a su identidad antipolítica podría sobrevivir o desaparecer.
En su momento, los autores consideraron que AMLO había optado por la asimilación, en razón de lo que entonces se veía como amplias posibilidades de triunfo y le daba la oportunidad de ser él quien pusiera punto final al populismo en México. Sin embargo, su partido, el PRD, se caracteriza por una organización de consenso clientelar, corporativa y antidemocrática, poco institucionalizado y caracterizado más como un movimiento, al pretender “legitimar con movilizaciones masivas aquello que forzosamente debe pasar por los canales institucionales”.
Ubicado dentro de la corriente populista, y una vez que no se pudo colocar en el centro del sistema y, por lo mismo, no se “asimila” a él, como esperaban Cansino y Covarrubias, AMLO se ha radicalizado, asumiendo las peores características del populismo, al transitar por un callejón sin saluda, cuando pudo haber aprovechado el gran avance que su partido alcanzó para lograr una nueva institucionalidad de proyección futura que, muy probablemente, le podría haber abierto las puertas de la victoria en seis años más. Ahora, en cambio, al asumir una posición de todo o nada, más bien podría deslizarse hacia la desaparición personal, aunque no de su partido.

Algunos informes afirman que López Obrador conoció de su derrota por las encuestas de salida a las 5 de la tarde del 2 de julio, de allí el cambio de la agenda prevista para ese día en el caso de la victoria. Las cifras –que estimaban una victoria de Felipe Calderón por 500 mil votos- fueron las que le sirvieron esa noche en la Plaza de la Constitución para afirmar que ese era el número de votos con los que se había instrumentado el fraude. Mal informado, Martí Batrez había manejado cifras diferentes de la “victoria” antes de la llegada del candidato.
A partir del conocimiento de su derrota –pese a que el IFE no dio cifras y reconocía una elección muy cerrada-, AMLO la asumió por anticipado sin que nadie se la hubiera señalado públicamente. Podría aplicarse aquí aquello de que “a explicación no pedida, acusación manifiesta”. Nadie lo había señalado como perdedor cuando él ya se asumía, aunque con el argumento del fraude, como tal. Luego vendría el manejo de la “agit-prop” como herramienta de lucha al más puro estilo leninista, aprovechando cada momento y cada hecho con una agilidad espectacular que demuestra su dominio de la técnica o el dominio de la misma por parte de sus asesores.
Radicalizado, AMLO ha asumido los extremos descritos por Cansino y Covarrubias al describir el populismo: “… puede hablarse propiamente de populismo cuando la experiencia política analizada comparte los siguientes atributos semánticos, independientemente del tipo de régimen en el que se presenta: a) una pulsión simbólicamente construida que coloca al pueblo, gracias a una simbiosis artificial con su líder, por encima de la institucionalidad existente; b) un recurso a disipar las mediaciones institucionales entre el líder y el pueblo, gracias a una supuesta asimilación del primero en el segundo; y c) una personalización de la política creada por la ilusión de que el pueblo sólo podría hablar a través de su líder. Huelga decir que cada uno de estos atributos implica una carga subversiva antinstitucional más o menos grave dependiendo de cada caso.”
No resulta muy difícil ubicar a Andrés Manuel López Obrador dentro de esta descripción:

a) La apelación al pueblo como el rector de la actuación de AMLO a partir del 2 de julio ha sido reiterada. Al negar la rectitud del proceso electoral y rechazar el proceso en su conjunto, cuando reiteradamente se le preguntó si el confiaba en el Tribunal, el nunca respondió directamente y dijo que él sólo creía en el pueblo. Esa es la constante que lo lleva a desechar la vigencia y el valor de las instituciones, poniéndose en manos del pueblo.
b) Las concentraciones en la Plaza de la Constitución, la cercanía con sus seguidores, su entrega a ellos, sus caricias y cobijamiento, hacen uno solo a Andrés Manuel con el pueblo, convirtiéndolo en su representante pues encarna sus aspiraciones y deseos.
c) Las “asambleas informativas”, que luego asumirían un supuesto valor deliberativo de toma de decisiones, llevan a “propuestas del pueblo” sin que éstas –si existen- sean procesadas por cualquier tipo de institución, incluyendo las de su partido, pues, a fin de cuentas, el pueblo queda asimilado en el líder, el cual se convierte en su voz para anunciar las acciones que continúan y que se vuelven elusivas, pues una vez desechado el recuento del voto por voto y casilla por casilla –nunca solicitado formalmente a través de los recursos presentados al TEPJF-, la idea se sublima en el propósito de “purificar las instituciones”, cualquier cosa que eso pueda significar.

Pero hoy lo más claro es el uso subversivo de estos elementos, pues en el plano en que se ha colocado Andrés Manuel López Obrador no hay alternativa posible: o se le otorga su victoria o rechaza las decisiones institucionales y los efectos de las mismas. Es decir, se pone por encima de la ley, sin dejar una salida que no sea la decidida por “el pueblo” y expresada por él, con lo cual no queda posibilidad de negociación posible, ya que lo que busca es el sometimiento de todos a su voluntad, o su capricho.


Para lograr sus propósitos, Andrés Manuel López Obrador está aplicando el método revolucionario leninista denominado “agit-prop”, en el cual “principal es la agitación y la propaganda en todas las capas del pueblo”.
A partir de su propuesta de “primero los pobres”, ha trabado con la idea de que éstos tomen conciencia de clase y, a partir de su condición, adquieran conciencia política y se conviertan en luchadores revolucionarios, que en este caso ya no son conducidos por la vanguardia de la clase obrera que es el Partido Comunista, sino por él como adalid del Partido de la Revolución Democrática.
Lenin proponía despertar, educar y llevar a la lucha revolucionaria a los trabajadores, a partir del sistema de revelación o denuncia política, acompañado de las voces de orden, con las cuales conduce a la acción. Quienes ejecutan esta estrategia son los agitadores y propagandistas.
Para la “revelación” se sienta la tesis de que “ha de hacerse a la opresión más real, más dura aún de lo que es, agregándole la conciencia de la opresión, y la vergüenza más denigrante aún, haciéndola pública”. Esto se consigue con revelaciones que no son teóricas, sino concretas, sobre problemas que aparecen en torno de los afectados. En nuestro caso, a la explotación de clase que ya ha mencionado en sus mensajes, agrega la idea del fraude electoral para impedir el triunfo de los oprimidos e impulsa a la acción.
La denuncia del fraude va acompañada por una demanda que se asume casi como una voz de orden: “voto por voto, casilla por casilla”. Se trata de una “idea-fuerza” que determinan la línea política del momento y unifican la acción de las fuerzas políticas, propias o ajenas, obligando a todos a definirse en torno a la realización de actividades concretas, como lo es la toma de las calles de la ciudad de México, bajo el disfraz de una “resistencia pacífica”, aunque en realidad se trata de una agresión a las instituciones y a quienes se supone serían los autores del fraude.
En este sentido, Andrés Manuel López Obrador, acompañado de los bejaranistas, los grupos urbano-populares y los ceuistas, asumen el papel de agitadores que hacen de la voz en las “asambleas informativas” un modo vivo de comunicarse con sus seguidores, aprovechando, al mismo tiempo, el eco que de las consignas hacen los medios de comunicación social que reproducen, fascinados, su discurso.
La tercera fase del proceso la realizan los distintos grupos corporativos del partido o de organizaciones sociales que asumen el papel de organizadores, para dar cuerpo y estructura a los ciudadanos concientizados, a quienes se encomienda la defensa de un trecho del Paseo de la Reforma y sobre los cuales se ejercen todo tipo de controles, mientras que con el pretexto de informar a la sociedad, son sometidos a un bombardeo continuo de propaganda que lo mismo consiste en la reproducción de los discursos de AMLO, que de Fidel Casto o Hugo Chávez, junto con el reparto de volantes a los transeúntes, bibliotecas revolucionarias con literatura soviética y carteles y mantas con la foto o caricatura de AMLO, junto con las consabidas camisetas del Ché Guevara.
Para que opere la estrategia, se requiere denunciar, una y otra vez el fraude, sin necesidad de probarlo. Es una verdad porque lo dice AMLO, y se acabó. Los organizadores repiten el mensaje y la consigna. Cualquier situación que pueda ayudar a su propósito, ya sea por deformación de la realidad o por exageración de los Hechos. Así ocurrió con las urnas abiertas en los Comités Distritales para hacer recuento de votos, el cual es denunciado como una violación y manipulación del voto, aunque ellos mismos hayan pedido el recuento y hayan sido testigos del mismo; o cuando se registran cuentas inexactas, por mínimas que sea, y son usadas como “prueba” del tema central de la resistencia.


Por este camino, Andrés Manuel López Obrador está llevando a su partido y a sus seguidores hacia una confrontación, que está lejos de ser una mera resistencia pasiva y pacífica, sino que se constituye en un activismo demoledor de las instituciones jurídicas y políticas existentes, pues no responden a la idea que tiene de lo que deben ser las cosas.
Por ello en torno a AMLO se han empezado a registrar dos fenómenos que se vuelven peligrosos para la institucionalidad el país:
Por un lado, la deserción explícita o implícita de algunos que creyeron en él y lo apoyaron, pero que hoy se manifiestan decepcionados y critican el camino por el que transita, pues discursivamente es demócrata, pero en los hechos no. Por el contrario, ha desechado las instituciones democráticas mexicanas, ciertamente imperfectas, para asumir el caudillismo populista en donde él se erige como único punto de referencia. Quienes hoy guardan distancia son calificados como traidores al estilo estaliniano, con lo cual se intimida a otros que quisieran seguir el mismo camino para salvar al PRD de la aventura sin rumbo del lopezobradorismo.
Por otra parte, como suele ocurrir en estos casos, asumen el control los radicales, aquellos que nunca creyeron en la democracia y hoy utilizan la coyuntura para arrojarla por la borda. Admiradores de Fidel, del Ché, de Hugo Chávez y Evo Morales, y frustrados por el fracaso del Comandante Marcos, su suman a las filas de una revolución que ya es violenta en sus formas actuales, aunque no armada, pero que podría alentar el choque, como ya ocurrió en la Cámara de Diputados, para obtener una víctima que les permita el proceso de la escalada. Ellos aspiran a impulsar un proceso golpista cobijado en el populismo de AMLO.

No hay comentarios: