sábado, 11 de agosto de 2007

Plan Peje


Enrique Galván-Duque Tamborrel

La obstinación revela a un ignorante

Hace algunos años hubo un equipo de fútbol que tenía como característica jugar muy alegre y bonito, pero que no metía goles –como dicen en mi tierra-- “ni yendo a bailar a Chalma”. Su propietario, un español nacionalizado mexicano, cuando ganaba su equipo, muy eventualmente obviamente, alababa a medio mundo empezando por el cuerpo arbitral. ¡Ah! Pero si perdía --que era lo más común-- despotricaba contra medio mundo, empezando por el cuerpo arbitral, a quienes no bajaba de ciegos y vendidos. Se le olvidaba siempre que en el deporte de las patadas se gana metiendo goles.
El Peje me hace recordar esa historia, pues una vez anunciado por el IFE que había perdido la votación, arremetió con todo contra el IFE, sus consejeros y los miles de colaboradores, acusándolos de marranos, corruptos, pillos y una gran cantidad de cosas más, llegando al extremo de acusar a su propia gente de vendidos. Aunque lo más seguro –por la forma en que han actuado sus paniaguados-- es que ya tenía preparados documentos –apócrifos desde luego-- y argumentos para atacar, pues ya vislumbraba la posible derrota con base en las últimas encuestas, aunque en público se burlaba de ellas y no las bajaba de mañosas y vendidas.
Total que ha arremetido con todo, no ha dejado títere con cabeza. Al que no está con él lo acaba, es el Mesías, el iluminado, el esperado. Organiza unas manifestaciones multitudinarias, plantones, bloqueos y qué se yo cuantas cosas más, a costo obviamente altísimo. ¿De dónde sales los fondos necesarios? ¿Quién las paga? Son dos incógnitas que quedan sin respuesta, y más con el Peje que es enemigo de la transparencia. Es su ley y para él es la que vale. No quiero ser mal pensado pero, en primera instancia, se me antoja pensar que del presupuesto del Distrito Federal o lavado de dinero del narcotráfico.
Leí ayer (27-07-2006) un artículo del periodista Carlos Ramírez, cuyo contenido se me hizo muy interesante, por lo que a continuación transcribo parte del mismo:
«Los tiempos legales entraron en su propio tiempo. Los tiempos políticos seguirán sobrecalentando el ambiente. López Obrador va a dedicarle toda su energía la próxima semana a desvirtuar el conteo electoral del 2 de julio para crear un ambiente de sospecha y de presión política sobre el Tribunal Electoral. Su estrategia va en un doble carril: el legal y el callejero. Lo malo del legal es que sus quejas no cumplen con las exigencias de la ley; por eso tiene a la mano la presión callejera.
Y como el elemento central de su estrategia, la reiteración día a día, mañana, tarde y noche, de que fue un fraude. Lo malo es que el análisis de la estrategia de López Obrador lleva a la conclusión de que no busca limpiar el proceso electoral sino promover la anulación de las elecciones presidenciales y, si hay espacios, de las legislativas. Es extraño que nada diga del DF, donde la elección de Estado estuvo a cargo del PRD en contra del PRI y del PAN.
No es difícil adivinar los comportamientos del candidato presidencial perredista. Por eso, el fondo del asunto se puede resumir en un juego de palabras: mejor defraudado que derrotado. A lo largo de casi toda su vida política, López Obrador nunca ha aceptado una derrota. Ni en las urnas, ni en tribunales, ni es las circunstancias. Es, por tanto, un hombre infalible. Nunca ha aceptado un error. Cuando ha perdido, su salida es arrebatar. Por tanto, se sabía desde el principio que él no había entrado a las elecciones presidenciales del 2006 para competir democráticamente por la presidencia de la república sino para ganar. De ahí que el conflicto postelectoral haya estado cantado desde el principio.
A lo largo de casi seis años, López Obrador manejó el gobierno del DF para ganar la candidatura presidencial; cuando Cuauhtémoc Cárdenas se quiso atravesar con su argumento de que primero el proyecto y luego el candidato, López Obrador le quitó el partido. A lo largo de cinco años López Obrador realizó encuestas matutinas para ocupar el espacio y fijar la agenda política, pero con el propósito de generar consensos, ponerse adelante en las encuestas y realizar con presupuesto público la precampaña presidencial más larga y costosa de la historia; cuando lo acusaron de mal usar recursos, López Obrador acusó a sus adversarios de complotistas. Y cuando hubo ya candidatos formales y la competencia fue abierta y las encuestas bajaron al puntero, López Obrador acusó de corruptas a las encuestadoras.
López Obrador, por tanto, estaba preparado para ganar, no para competir y, eventualmente, perder. La derrota no forma parte de su escenario político y psicológico. Por eso ha profundizado su batalla contra las instituciones electorales: mejor desprestigiarlas que aceptar su derrota. Su reiteración de que “yo gané” carece de mecanismos probatorios o de elementos comprobables. Es, como todo en él, un acto de fe: el privilegio de la certidumbre, la imposición de las certezas. Su comportamiento ha sido en esa lógica: mejor anular el proceso electoral que aceptar la derrota. Un iluminado, sería el razonamiento, no puede perder. Es imposible que pierda. Imposible. Imposible. Imposible.
Lo que viene en las próximas semanas está en esa lógica. Pero a costa de reventar los avances democratizadoras de más de diez años. Si las instituciones han sido imperfectas, hay procesos legales y legislativos para mejorarlas. Pero no para destruirlas. Los ataques de López Obrador contra el IFE y el Trife quieren ser mortales; no obligarlos a algo, sino desaparecerlos del mapa. ¿Y qué hicieron el PRD y López Obrador para evitar irregularidades? Nada. Cuando el IFE y el Trife se ajustaron, el PRD no presentó ninguna propuesta para ponerle candados de seguridad. Hoy tampoco hay denuncias sino condenas.
No hay, pues, comportamientos democráticos. Hay presiones, amenazas, condiciones, agitaciones. Pero ocurren en un esquema legal que tiene sus reglas y sus tiempos y sus condiciones. López Obrador, sin embargo, nada respeta: quiere imponer su voluntad. No trata de pelear su elección sino de imponer sus criterios: o le dan la presidencia o pedirá la anulación de las elecciones. Hoy dicen que no, pero López Obrador telegrafió sus intenciones al sacar a las masas a la calle. Ahí se localiza la inestabilidad y la violencia social. Y hay comenzado a mostrar indicios: las agresiones contra instalaciones de Banamex y Sabritas. De eso se trata: o el poder o el caos. Así de sencillo.
Los esquemas del análisis ya se agotaron. Imposibles de aplicarlos en una voluntad de niño caprichudo y rezongón. Imposible de ir más allá con quien no entiende más razón que la propia. Imposible la inteligencia ante una mente obtusa. Imposible el raciocinio ante quien utiliza la inteligencia --a los intelectuales-- como grupo de choque contra instalaciones de Banamex. Por tanto, a López Obrador hay que tratarlo como él trata a los demás: sin concesiones. López Obrador perdió las elecciones. El rayito de esperanza quedó sin energía. El gallo peleador fue desplumado. Así de simple. Perdió y ni modo. Podrá hacer lo que quiera y podrá lograr, con la amenaza de una insurrección, que se anulen las elecciones. Pero aún así no podrá borrar de la historia política del país el hecho histórico de que perdió las elecciones.
La semana que viene será difícil, llena de inestabilidades. La guerra de López Obrador contra las instituciones electorales no tiene límites. Y sus generales de batalla, Manuel Camacho y Ricardo Monreal, están comprometidos en la tarea. No hay negociadores. Para qué si no hay nada que negociar con alguien que preferirá incendiar al país que aceptar la derrota.
Así que hay que prepararse para lo que viene: entregarle a López Obrador la presidencia o el caos».

Qui nolit audire sermonem, imposibile est nisi quod sit bestia. (El que no quiere oír, no puede ser sino una bestia)

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