jueves, 26 de julio de 2007

No Marchen por favor

Raymundo Riva Palacio
24 de julio de 2007

Cada año hay 2,500 manifestaciones en la Ciudad de México, que equivalen a 6.8 marchas por día, o lo que es lo mismo, una casi cada cuatro horas. Esto significa que decenas de miles de personas puedan protestar por un tema que convoca a múltiples segmentos de la sociedad —la marcha de repudio a la inseguridad ciudadana o la protesta contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, por citar las más grandes que han existido—, o pequeños grupos de 15 personas decidan cerrar el imperial Paseo de la Reforma por las razones que se quieran. En los casos multitudinarios, la población capitalina asimila perfectamente el proceso, pero con las pequeñas, sin importar cuán legítimas pudiera ser sus motivaciones, la molestia está creciendo y los niveles de tolerancia se están agotando.
Hay razones objetivas para que un ciudadano común y corriente se esté agotando por las protestas.
Grupúsculos bloqueando calles han provocado casos donde una persona en su automóvil a cinco calles de llegar a su casa, haya enfrentado tantos cierres que ha demorado hasta cinco horas en alcanzar su destino, y que los tiempos mexicanos sean como los musulmanes, donde el reloj de la hora no significa nada. La vida cotidiana llena de incertidumbres se ha vuelto impredecible, pues la estrangulación de una arteria importante, genera un caos vial multiplicador. Hay marchas de todo y para todos. Políticas y económicas, sociales y particulares. Hay de niños y niñas, con machetes y pañuelos blancos, de policías contra delincuentes y de delincuentes contra el gobierno.
Hay de pirruris y de marginados, de campesinos y burócratas, de obreros y encuerados, diurnas y nocturnas. De todo y para todos.
Las crecientes molestias ciudadanas contra las marchas han ido creciendo, en esta ocasión acompañadas por un acalorado debate entre el secretario del Trabajo, Javier Lozano, y el jefe de gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard. Desde Los Pinos, acusa el secretario capitalino de Seguridad Pública, Joel Ortega, diciendo a los medios de que va a renunciar, molestos porque se ha resistido a los numerosos llamados para utilizar la fuerza pública para desalojar a los maestros disidentes frente al ISSSTE, que decidieron tomarse ocho carriles de una avenida, por casi cien metros para montar un camping de rebelión contra la reforma. Ortega declaró que si llegara a renunciar no sería por "reprimir" una protesta, recordando que durante el gobierno de Ernesto Zedillo, un antecesor suyo, David Garay, fue despedido sumariamente porque intervino con la fuerza pública para desalojar otra protesta de los maestros disidentes.
Lozano y Ebrard se han trenzado en la polémica entre reprimir y no reprimir, con el primero argumentando acertadamente la utilización de la ley, mientras que el segundo refuta la ley con razonamientos políticos.
Lozano se ha montado en el clamor popular que suplica que tundan a quien sea necesario para liberar las calles, pues al ya complicado tráfico capitalino se le han añadido factores adicionales de incomodidad y frustración al colocar a cualquier ciudadano en el limbo del tiempo. Ebrard pide que se establezcan los términos en los cuales puedan manifestarse los inconformes para dar cauce político positivo a sus insatisfacciones, con la expectativa de que los problemas lleguen a ser resueltos. Los dos tienen razón, pero nunca van a encontrar el entendimiento porque el fondo del problema está intocado.
Ortega ha deslizado lo que es el punto nodal que explica tanto la posición del gobierno capitalino, como las puertas de salida a este embrollo, cuando asegura que no va a usar la fuerza pública contra los manifestantes porque no pagará los costos políticos de problemas que no fueron originados por la administración defeña. En este punto se encuentra el marco del diagnóstico. Emilio Álvarez Icaza, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, dijo en el programa Código 2007, coproducido por El Universal Televisión y Proyecto 40, que en los últimos cinco años se han movilizado en la Ciudad de México 10 millones de personas (5,479 personas por día; 228 por cada hora) en manifestaciones que tienen su origen en problemas no resueltos por el gobierno federal o por gobiernos ajenos al Distrito Federal, contra menos de 400 mil personas (219 por día; 9 por hora) cuyos problemas sí tienen un origen en la autoridad local. Visto desde la perspectiva de Ortega, al gobierno del Distrito Federal le piden pagar un alto costo político al reprimir, cuando son responsables de un 4% de los problemas por los cuales millones de manifestantes han tenido en jaque a la Ciudad de México en el último lustro.
No se trata de que los gobiernos federal y capitalino "jueguen ping-pong" en la responsabilidad sobre las marchas, como caracteriza Álvarez Icaza, sino exactamente lo contrario. Que ambos gobiernos, y todos los demás que no son actores vivos en este debate, actúen con responsabilidad. Si hay marchas exasperantes en la Ciudad de México es porque no se ha resuelto un problema o existen suficientes condiciones de conflicto para generar la protesta. Si el destino final de cada protesta que se respete es la Ciudad de México, es porque el poder político centralizado hace de la capital el área más sensible para la confrontación, donde juegan a las vencidas todos los actores políticos ad infinitum, lo que es una perversión del sistema político mexicano, que es donde se encuentra el cáncer.
Hay 2,500 protestas al año porque el sistema no está procesando los problemas, menos aún resolviéndolos. Las leyes, en este caso, sí ayudarían a disolver la protesta, pero con un sistema político incapaz de satisfacer las demandas, sería una locura reprimir porque el efecto sería el de aplastar una
gelatina: se desparrama el conflicto. La estructura sistémica de la política está totalmente rebasada, y en ello habría que enfocar la mira para buscar la cura al cáncer. Los gobiernos, en todos sus niveles, deberían de tener la capacidad para procesar y resolver los problemas en sus instancias adecuadas, y no lavarse las manos y rebotarlos hacia la ciudad de México en espera que una autoridad superior, asediada por la presión de la protesta, los resuelva por ellos.
De gobernantes incompetentes está repleto el país, pero no tiene que ser un determinismo. Sobre de ellos habrían que enfocar la opinión pública y la política sus baterías, y no sobre los Ebrard, los Ortegas y los Lozano, que no sólo están tratando de hacer lo menos rasposo su trabajo, sino en resolver por encima de sus responsabilidades, aunque reducidamente a través del ping-pong, los problemas de muchos. A los inconformes no se les puede pedir que ya no marchen. Pero a los políticos, esa petición debe ser una exigencia, antes de que al congestionamiento vial en las calles de la Ciudad de México se le sume la sangre de una violencia emanada por la impotencia y frustración de una sociedad de agravios acumulados y tolerancia en rendimiento decreciente.

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