domingo, 13 de diciembre de 2009

La batalla de una izquierda confundida

Por: Jesús Caudillo

diciembre / 2009

 

A partir de que diferentes entidades comenzaron a proteger el derecho a la vida en sus legislaciones, numerosas voces de políticos, académicos e intelectuales se alzaron para protestar en torno a ello.

Se violenta el Estado laico, dicen. Y líderes "progresistas" salen a balbucear cualquier cosa. Ahí está Juan Ramón de la Fuente, ex rector de la UNAM y reconocido político cercano a Andrés Manuel López Obrador. Muy orondo, afirma que la aprobación de leyes que protegen la vida desde la concepción es un "embate al Estado laico". Y continúa: "en una sociedad como la mexicana es conveniente que la Iglesia se mantenga separada del Estado".

Pero no es el único. La izquierda en general emplea de forma muy eficiente el discurso de la violencia al Estado laico. Para esa parte del espectro político resulta agresiva cualquier participación de los católicos –ya no sólo de la Iglesia– en el espacio público, pero, eso sí, exigen a partir de una supuesta superioridad moral que sean ellos los que rijan los destinos del "pueblo".

Como es evidente, hay una seria confusión sobre lo que entendemos y han querido hacernos entender por Estado laico. De hecho, este concepto se ha convertido más en un recurso discursivo que en un anhelo realizable.

¿La laicidad implica que sean los ministros religiosos quienes asumirán las riendas del Estado? ¿Es conveniente para un Estado laico relegar a las religiones al ámbito de lo privado? ¿El Estado laico conlleva no manifestar las creencias personales en la vida pública? El Estado laico democrático no se refiere a ninguna de estas situaciones.

La reforma realizada en el gobierno de Carlos Salinas en 1992, en el artículo 24 constitucional, consigna que "todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley". Del mismo modo, asienta que el Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna.

Sin embargo, la tentación está ahí. Víctor Hugo Círigo, ex asambleísta el PRD y hoy diputado federal, busca impulsar una serie de reformas a los artículos 3, 4, 5, 24, 40, 115 y 130 de la Constitución con el fin de "ampliar el Estado laico", cualquier cosa que ello quiera decir.

Sería interesante recibir una propuesta en este sentido si no fuera tan corta de miras. Círigo afirma que "la importancia real de la laicidad se certifica de manera muy particular en la libertad de cada persona a decidir sobre su propio cuerpo".

No es permisible que el Estado laico sea concebido como un asunto de conciencias. Es comprensible la diversidad de grupos políticos que promueven ideologías particulares y que, en congruencia con su pensamiento, luchan en el espacio público por diseñar e implementar políticas públicas afines a su causa, a sus motivaciones y, en algunos casos, a sus creencias.

Investigadores y académicos, intelectualmente honestos y ajenos a prejuicios históricos, políticos e ideológicos, concluyen de forma unánime que el Estado laico es más que mantener la vida pública ajena de cualquier dogma religioso.

El reconocido historiador Jean Meyer afirma que la política y la religión han sido siempre aliadas y competidoras. "La política busca, con breves excepciones, en lo invisible, en la religión, un fundamento para su legitimidad", señala. Existe un paradigma, viejo por cierto, que sitúa a la Iglesia Católica como colonialista hasta 1821, conservadora e imperial en el siglo XIX y contrarrevolucionaria y ultraderechista en el siglo XX.

"Si vemos a la Iglesia como el enemigo histórico, no lograremos ni la más mínima lucidez", dice Meyer. Las iglesias, en particular la católica, no sólo no son enemigos históricos del Estado mexicano, sino que en efecto han contribuido y contribuyen, como afirman las teorías sobre la democracia, al debate plural y respetuoso propio de un país de libertades, en mayor medida incluso que otros grupos de interés francamente violentos e intolerantes.

Ignorar lo que pasa en la vida religiosa, decía Gabriel Le Bas, es ignorar una parte notable del espíritu del siglo y de la vida nacional. El liberalismo que se niega a la imposición violenta de las ideas, debería pugnar también por la legítima libertad que tienen las iglesias, como muchos otros grupos de interés, de participar activamente en los debates que le interese, sin pedir su silencio, como de hecho sucede muy frecuentemente en nuestro país.

Según el Censo General de Población y Vivienda del INEGI, cerca del 88 por ciento de los mexicanos profesa la religión católica. Ante este fenómeno de la religiosidad de nuestra nación, el investigador Jorge Adame Goddard indica que el Estado laico no puede promover directamente ninguna religión, sino que debe respetar y garantizar la libertad religiosa. En reciprocidad, las asociaciones religiosas están y deben estar al servicio de la nación.

Es necesario comprender que el Estado y las iglesias buscan como fin el bien del país, de modo que cada una de estas instituciones, a partir de su contribución particular y sus medios disponibles, colabore con las otras para que, en el cumplimiento de su misión, la nación mexicana se beneficie. El Estado, al ser la institución concentradora del poder por excelencia, debe procurar crear las condiciones necesarias para que las iglesias puedan perseguir libremente sus fines.

Según Adame, esta colaboración no es una exigencia disparatada, en el entendido de que la práctica de una fe religiosa es parte fundamental de la vida cultural y social del pueblo mexicano. Entonces, es una consecuencia lógica que, si el Estado está al servicio de esa población, procure las condiciones necesarias para que esa práctica se realice en el mejor sentido al que se puede aspirar.

Seguir idealizando a las religiones como instrumentos del poder para lograr el sometimiento de las conciencias es un argumento francamente falaz. La práctica de una vida de piedad humaniza, sensibiliza, hermana con la comunidad en la que el creyente se inserta, porque lo lleva a procurar el bien, no sólo individual, sino sobre todo colectivo.

El jacobinismo trasnochado que promueven muchos políticos en México sólo provoca que nuestro país siga rezagado en cuestión de libertades. La libertad religiosa es un derecho irrenunciable de cualquier ser humano y limitarla significa cercenar los principios básicos de la convivencia democrática.

"Afirmar que el Estado, por ser laico, debe desentenderse absolutamente del fin religioso, querría decir que el Estado no está para el servicio de la nación, sino para beneficio de quienes detentan el poder político", considera Adame.

Si la izquierda, en congruencia con su origen, no quiere asumir a nivel individual alguna práctica religiosa, allá ellos. Pero que quede claro que hay libertades y derechos básicos que no pueden ser minados. Y la obtención de la libertad religiosa sigue siendo materia pendiente en nuestro país.

 

«LA ORACIÓN DEL QUE SE HUMILLA PENETRARÁ HASTA LAS NUBES»

 



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