viernes, 30 de noviembre de 2007

Carranza y el arte de "carrancear"

Fuente: Yoimfluyo.com
Autor: Enrique Galván-Duque Tamborrel


Venustiano Carranza nació en Coahuila. Su familia veneraba a Benito Juárez. Creció entre el gusto por la historia de México y la ideología de los liberales decimonónicos. Hizo su carrera política durante el Porfiriato: fue presidente municipal de Cuatro Ciénagas, Coahuila, diputado local por su estado natal, diputado federal suplente, senador suplente y senador propietario. Todavía en mayo de 1909 escribió una carta a Porfirio Díaz, donde sugería tomar medidas en contra de Francisco I. Madero, a la sazón opositor al gobierno, y donde también manifestaba su invariable adhesión al gobierno porfirista, al tiempo que calificaba a Madero como “persona de ninguna significación política”. Su lealtad cambió radicalmente cuando Porfirio Díaz no lo apoyó en su ambición de ser gobernador del estado de Coahuila. Repentinamente, Carranza se reunió con esa “persona de ninguna significación política”, Madero, y le ofreció su adhesión a la causa revolucionaria.

Bajo el régimen maderista obtuvo finalmente el anhelado cargo, la gubernatura de Coahuila. Consideraba a Madero idealista y torpe. Madero por su parte, creía que Carranza era “vengativo, rencoroso y autoritario”. Cuando el cuartelazo de Huerta desembocó en el asesinato de Madero, Carranza lo desconoció, desconoció a los poderes legislativo y judicial de la federación, y se nombró “Primer Jefe del Ejército Constitucionalista” y “Presidente Interino de la República”, cargo éste último supeditado al momento de tomar la capital del país. Poco después recibió el apoyo de un grupo poderoso de políticos y militares provenientes del estado de Sonora: Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón, Benjamín Hill, Salvador Alvarado, Plutarco Elías Calles. Los sonorenses se pusieron bajo las órdenes de Carranza para luchar contra Huerta, aunque el verdadero vencedor del ejército federal fue Francisco Villa, que aniquiló a los huertistas en las batallas de Ciudad Juárez, Tierra Blanca, Chihuahua, Ojinaga, Torreón, Paredón y Zacatecas.
Carranza hizo todo lo posible para estorbar y obstaculizar a Villa y a su aliado Zapata. De hecho, el derrocamiento de Huerta no acabó con la revolución. En realidad, ésta apenas comenzaba y su capítulo más amargo y bestial iba a ser la implacable lucha por el poder entre las facciones revolucionarias que dirigidas por sus respectivos caudillos causarían la muerte de un millón de mexicanos y la destrucción del país. Álvaro Obregón y los sonorenses se encargaron de vencer a Villa y a Zapata, y de asesinarlos a traición, con la bendición y el agradecimiento de Carranza.
Gracias a sus victorias, logró el reconocimiento de los Estados Unidos. Una vez consolidado en el poder, Carranza inició una serie de medidas tendientes a cumplir, según su criterio, con la culminación del movimiento de reforma iniciado por los liberales del siglo XIX encabezados por Juárez. Carranza no deseaba la revolución, sino cumplir con la reforma. Su convocatoria a un Congreso Constituyente respondía al deseo de hacer de la Constitución de 1857 un instrumento más efectivo para consolidar un régimen legal que pudiera apellidarse como legítimo. Sin embargo, el poderoso grupo sonorense bajo sus órdenes tenía otros planes. Deseaban una revolución total cuyo instrumento legal fuera la Constitución. Los emisarios carrancistas fueron rebasados por los sonorenses y la Constitución de 1917 surgió como un documento que plasmaba las ideas de los caudillos revolucionarios radicales en materias esenciales para la nación, como el aspecto obrero, agrario, educativo y religioso.
Con respecto a los caudillos revolucionarios, Carranza toleró la violencia, la corrupción y el crimen de sus subordinados, a tal punto que, quizá sin merecerlo completamente, su apellido se volvió en el lenguaje popular un sinónimo de “robar”. El decía ser honesto como su héroe Juárez, y cultivar la austeridad republicana juarista, sin embargo, sus allegados decían que: “el Viejo no roba, pero deja robar”. Fueron muchos los caudillos revolucionarios que “carrancearon” y se volvieron obscenamente ricos, y cometieron crímenes y atropellos que Carranza contempló sin intervenir.
Por otra parte, Carranza fue un testigo indiferente del furor antirreligioso desatado por los sonorenses. Los asesinatos de religiosos, los saqueos de iglesias, las profanaciones y otros actos sacrílegos, con los que no estaba de acuerdo, tampoco le hicieron actuar para impedirlos.
Su gobierno se llevó a cabo entre el hambre, la enfermedad, la corrupción y la violencia. Cuando en 1920 llegaron las elecciones presidenciales para sucederlo, se vio enfrentado al grupo sonorense encabezado por Álvaro Obregón. Carranza insistió en nombrar como sucesor a un civil desconocido para todos.

Obregón no toleró este desafío y se sublevó. Carranza pensó imitar a su héroe, Benito Juárez, y refugiarse en Veracruz para desde allí triunfar de alguna manera. Pero los tiempos habían cambiado. Fue sorprendido en su huída y asesinado. Muy pocos lamentaron su trágico destino. Para casi todos fue un alivio que el “viejo barbas de chivo” abandonara la escena política. Una vez consumado su asesinato, fue convertido en héroe por aquellos que lo mataron. Hoy en día los niños mexicanos cuelgan de las paredes de sus salones de clases los dibujos de los caudillos revolucionarios que se mataron entre sí, Zapata, Villa, Carranza y Obregón, y festejan cada 20 de noviembre la sombría tragedia que costó la vida de uno de cada diez mexicanos entre 1910 y 1929. Después, don Plutarco, ya como Jefe Máximo, formó el PNR, iniciador de la “Trinca Infernal” (PNR-PRM-PRI), cuya ignominiosa hegemonía maltrató a México durante siete largas décadas, en donde partícipes y copartícipes se dedicaron a “Carrancear”.





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