martes, 11 de diciembre de 2007

Nuestro carácter y nuestras costumbres

Enrique Galván-Duque Tamborrel

Siempre ha habido una polémica en relación con el carácter de las personas y las costumbres de la comunidad a la que pertenecen. Indiscutiblemente es un tema para filosofarlo un buen rato, o cómo decía mi tía Cleta: “para un ratote”. En el siglo XIX decían que un hombre sin carácter es una nodriza sin leche, un soldado sin armas o un viajero sin fondos; y que el carácter es la fuerza sorda y constante de la voluntad. En nuestro México actual es común ver una nodriza sin leche –dicen que para eso está el biberón--, a un soldado sin armas y sobre todo a una viajero más arrancado que cualquier vecino en la cuesta de enero, ¡Ah!, pero eso sí tienen un carácter que Dios guarde la hora. Decía mi compadre Artemio que es pueril seguir todas las costumbres, pero que es ridículo ir contra todas; ¡vamos!, así quien entiende. El caso es que en México un pueblo defiende con más empeño sus costumbres que sus leyes, “ante los hechos no hay argumentos”; nada más échense una vueltecita por el estado de Oaxaca.

Pero mejor aquí le paro, porque ya me estoy haciendo camotes –enredo, en el caló mexicano--, y como antes dije: corremos el riesgo de caer en una profunda polémica filosófica.

Para ejemplificar el asunto de nuestro carácter y/o nuestras costumbres costumbre, analizaremos dos casos que sucedieron en sitios similares –restaurantes--, pero de niveles diferentes.

En un restaurante de la Zona Rosa.

Qué te gustaría comer? ---me preguntó mi amigo, desplegando una enorme minuta que parecía el Tratado de Paz de Westfalia.
---Lo dejo a tu elección ---le repuse---. Tú eres cliente antiguo de este restaurante, y como tal, puedes recomendar sus especialidades.
Visiblemente complacido, mi amigo recorrió el “menú” con mirada de águila.
---Muy bien. Entonces voy a sugerirte que pruebes los lugares comunes que han dado fama a esta casa desde hace más de medio siglo
--- ¿Los lugares comunes? ---pregunté un poco extrañado.
--- Si señor. También se les conoce como “frases hechas” o “platillos trillados”. Los extranjerizantes los llaman “clichés”. Además de servirles a diario en los grandes y pequeños rotativos, son de consumo frecuente entre las personas de imaginación endeble y vocabulario limitado. Bien puede decirse que en la actualidad constituyen el pan nuestro de cada día. ¿Ves? Sin quererlo, ya solté uno.
--- Bueno, pues empieza a sugerir platos de lugares comunes.
--- En el orden acostumbrado, como invariablemente se pone el pie de las fotografías de prensa ---ordenó mi amigo al mesero---, tráiganos usted unas bicocas como aperitivo.
--- ¿Qué son bicocas? ---volví a preguntar.
--- Entremeses, bocadillos de poca monta; que sólo sirven para abrir boca. Además, son baratísimas. ¿No has oído decir que tal o cual cosa vale una bicoca?
--- Sí, pero en realidad nunca las había visto.
--- Pues ahora vas a paladearlas. Después tomaremos una sopa de su propio chocolate. Aquí la hacen riquísima.
--- ¿Con las bicocas desean ustedes una copita de cargo Oficial? --- inquirió el mesero.
--- No porque se nos suben a la cabeza y después ya no hay quien nos aguante. Mejor tráiganos la sopa hirviendo, para que nosotros le bajemos los humos…
--- ¿Con sal y pimienta?
--- No. Con polvos de aquellos lodos.
--- Perfectamente ---anotó el empleado. ¿Qué más?
--- Después, ---continuó mi amigo---, queremos un huevo de Colón.
--- ¿De Colón?
--- Algo que cueste menos.
--- Muy bien
--- De plato fuerte ---se frotó las manos mi amigo--- vamos a ver:
Hay olla de grillos, chivo expiatorio, paloma de la paz, becerro de oro, lengua viperina, caballito de batalla, camarón que se duerme, tiburón de finanzas, golondrinas que no hacen verano, cerdo capitalista, león en salsa picante…
El mesero se inclinó y le dijo en tono confidencial a mi amigo:
--- Sólo que le advierto que no está tan fiero como lo pintan.
--- ¡Ah! En tal caso podríamos comer algo más ajustado a la realidad. ¿Qué es este “lugar inopinado”?
--- Es el sitio que menos se espera.
--- ¡Ah, claro! Donde salta la liebre. Sin embargo, le tengo un poco de desconfianza, pues a veces me han dado gato por ídem.
--- Cierto, señor. Pero recuerde usted que ha sido gato encerrado. Lo más sabroso de este guiso son los tres pies.
--- Sí, pero hay que buscárselos y nosotros tenemos un poco de prisa. Mejor tráiganos un plato de buey solo.
--- ¿Del que bien se lame? ---pregunté yo, para aportar mi granito de arena al condumio.
--- Exactamente ---sonrió mi amigo.
--- Muy bien. ¿Fruta?
--- Pídale unas peras al olmo.
--- ¿Y de beber?
--- Una botella de “In vino veritas”.
--- Perfectamente. ¿Pagarán los señores en efectivo o con tarjeta de crédito?
--- No Pepe. Para corresponder al “menú”, pagaremos con creces.
El mesero hizo una reverencia y se marchó con viento fresco.

En cualquier restaurante popular

Un día cualquiera llegó un ciudadano cualquiera (nuestro protagonista principal) a un restaurante, pero éste si no cualquiera, llamado “El Vate”, en honor a Salvador Díaz Mirón, conocido como: “El Vate Jarocho”, y sí, ya adivinó usted, el restaurante estaba ---lo cerraron después del escándalo que armó nuestro actor principal--- ubicado precisamente en el Puerto de Veracruz. Llegó pues nuestro ciudadano en compañía de una muy queridísima amiga y de su compadre ---del ciudadano obviamente---, pidió una mesa para tres y los acomodaron en un rincón un poco apartado del bullicio ---claro, esto fue porque no había otra mesa desocupada no porque el capitán (de meseros no de navío) haya sido mal o bien pensado (según se quiera ver).

Ya sentados, se acerca el mesero y les pregunta si quieren ordenar, pero les aclara que tienen que hacerlo en verso pues es la norma del lugar. Nuestro actor se queda extrañado, como no sabiendo que hacer o que decir, por lo que el mesero, en un tono un tanto burlón, le dice: “mire, fíjese en la mesa que está a lado y oiga bien como va a ordenar el señor que está sentado en ella”. Se voltea y pone todo oídos en lo que su vecino de mesa dice:

“Por favor señor mesero,
espero que nos atienda con esmero.
Para mi esposa amada,
que viene indispuesta,
sírvale usted una ensalada
para que duerma la siesta.
Y a mi, que me duele la cabeza,
déme usted una cerveza.”

Nuestro protagonista se queda pensativo un rato, se voltea a ver al mesero --quien lo mira con un dejo burlón--, se hecha para atrás en la silla y le dice:

“Mire usted mesero cabrón,
a mi sírvame una carne al carbón
a mi pinche amiga,
que le duele la barriga,
sírvale un té de manzanilla,
a mi querido compadre
sírvale unos chiles en vinagre,
y de paso vaya usted y chingue a su madre”

Después de esto obviamente se armó la gresca, llegó la policía y clausuraron el restaurante, desde entonces la gente que le gusta los versos ya no tienen adonde ir y así fue que empezó a tener clientela el café de “La Parroquia”. La gente no deja de preguntarse ¿por qué estando precisamente en el bien hablado puerto jarocho, el mesero no aguantó una mentada de madre?, pero pues ni modo, así es la vida.

Después de este sainete, le dejo a usted el asunto para que lo analice y califique de acuerdo a su muy respetable criterio.

¡ABUR!

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