lunes, 3 de diciembre de 2007

Sucedió en Ciudad Juátez

Enrique Galván-Duque Tamborrel

La «Casa Gris»
Ciudad Juárez extendía su caserío en una llanura sobre la que los rayos del sol de verano reverberaban implacablemente, sin que siquiera las misérrimas aguas del río Bravo del Norte proporcionaran la menor frescura al ambiente caldeado. Y allí, junto a las arenosas orillas del enjuto río, en tierra mexicana y teniendo a la vista los pocos edificios altos de la ciudad, que se alargaba en barrios pueblerinos de trazos irregulares, Francisco Ignacio Madero estableció el cuartel general del Ejercito Libertador en dos cuartuchos de adobe, en cuya entrada flameaban unas pequeñas banderas de México.
La «Casa Gris» se llamó aquel recinto de adobe, envuelto en las tolvaneras del desierto, donde Madero ejecutó acciones definitivas para el porvenir de México, acompañado por su esposa Sara Pérez de Madero y por sus más fieles colaboradores: sus hermanos Raúl y Gustavo, los hermanos Roque y Fe4derico González Garza, Abraham González, Ing. Manuel Bonilla, Pascual Orozco, Francisco Villa, José Garibaldi, Cástulo Herrera, Dr. Francisco Vázquez Gómez, taquígrafo Elías de los Ríos, Dr. Ignacio Fernández de Lara, y con ellos, José María Pino Suárez, llegado desde Mérida fiel al llamado de la Revolución, que iba a convertirlo pronto en el Vicepresidente legal, y también un hombre barbudo, alto y severo, que miraba con frialdad y fijeza a través de sus anteojos de oro, que había sido presidente municipal de su ciudad natal Cuatro Ciénegas, Coahuila, luego diputado federal y senador por Coahuila, pese a lo cual se mantuvo siempre en la línea revolucionaria, como lo demostraba con su presencia en la «Casa Gris» dispuesto a contribuir con su esfuerzo a dar vigencia a los principios de la Constitución. Ese hombre era Venustiano Carranza.
Villa, Raúl Madero, Garibaldi y Orozco empezaban a distribuir estratégicamente a sus hombres detrás de montículos de arena, y a arrastrar a los modestos cañoncitos, fabricados por ellos mismos, para instalarlos en las pequeñas alturas de aquella árida y desolada región. La caballería había sido dejada en la retaguardia, por haberlo dispuesto así el Estado Mayor del señor Madero, que juzgaron inapropiado el uso de caballos en las míseras goteras de la ciudad.
Madero, con su típica indumentaria de campaña, junto a su esposa Sara, vestida de negro, desde las puertas de la «Casa Gris» contemplaba con cierta tensión como su ejercito se iba desplegando en orden de batalla delante de una ciudad defendida precariamente por un menguado cuerpo de ejercito al mando del viejo general porfiriano: Juan Navarro, esto a pesar de que recién había llegado el Coronel Manuel Tamborrel Macias, enviado especialmente para fortificar la plaza, quien además de ser especialista en esa materia era un connotado artillero, pero la labor de éste estaba muy limitada por los escasos recursos de que disponía. La verdad fue que el gobierno federal inicialmente subestimó esta acción, que fue definitiva para el desarrollo de los acontecimientos inmediatos: la renuncia de Porfirio Díaz y el triunfo de la primera etapa de la Revolución, pero cuando quisieron rectificar ya era demasiado tarde. Cabe decir también que el Coronel Tamborrel fue enviado por consigna de algunos oficiales, jerárquicamente superiores, con el afán de desprestigiarlo por envidia y porque sabían, cosa que él nunca escondió, de su simpatía con las ideas de Madero, de quien era amigo personal. Lo que nunca evaluaron esos tortuosos oficiales es que Tamborrel era un militar de carrera con una recia formación que lo llevó a cumplir con intachable responsabilidad su misión, muriendo heroicamente en cumplimiento de su deber y con apego a su honor.
Por otra parte, la ciudad era como un polvorín, por hallarse en la misma frontera con los Estados Unidos, separada por un estrecho río de la ciudad de El Paso, Texas, en cuyas inmediaciones ya se avistaban las fuerzas estadounidenses resguardando la línea internacional.

Una rimbombante embajada
En aquellas dramáticas condiciones y al borde de una inminente batalla, la tarde del 21 de abril de 1911, cuando el señor Madero platicaba con Francisco Villa y con Pascual Orozco, que día a día, desde que fue sitiada Ciudad Juárez, lo importunaban con su belicosa impaciencia, deseosos de lanzarse al ataque de una vez por todas y apoderarse de la ciudad, vio venir hacia él, jadeantes, a dos hombres cuya indumentaria revelaba que no eran campesinos o gente del pueblo.
Eran el potentado y senador porfirista Oscar Braniff y el licenciado Toribio Esquivel Obregón, abogado de pueblo e individuo de mucha suficiencia que había sido antirreleccionista, separándose del partido poco después de a convención del Tívoli del Eliseo. Llegaban de Nueva York, en donde habían hablado con el doctor Francisco Vázquez Gómez, agente confidencial de la Revolución, parta proponerle, a nombre de Porfirio Díaz ---por más que no fuesen enviados oficiales suyos, sino simplemente oficiosos--- establecer un arreglo entre la Revolución y el Porfiriato, a fin de terminar las hostilidades.
El doctor Vázquez Gómez impuso su condición básica: la renuncia inmediata de Porfirio Díaz, lo que hizo desistir a Braniff y a Esquivel Obregón de seguir tratando con él. Por eso decidieron ir al propio Madero, alentados desde México por José Yves Limantour, que en aquellos críticos momentos se había convertido en la “eminencia gris” del régimen, sin que se ocultara su interés por transar con los revolucionarios, guiados por su afán de preservar los intereses financieros del Porfiriato.
Lo primero que Braniff y Esquivel Obregón propusieron a Francisco I. Madero fue la celebración de un armisticio a fin de entablar, durante el mismo, conversaciones de paz, pero a esto, el caudillo de la Revolución replicó que no se entendería con ellos si antes no renunciaba Porfirio Díaz, se le entregaba Ciudad Juárez y se designaba presidente interino a Francisco León de la Barra.
Braniff y Esquivel Obregón comunicaron por telégrafo a Limantour la decisión de Madero en estos términos: VENIMOS DE VER A MADERO punto AFIRMASE CONDICIONES PARA ARMISTICIO ENTREGA CIUDAD JUAREZ coma RENUNCIA DEL SEÑOR PRESIDENTE punto PRESIDENTE INTERINO DE LA BARRA punto MADERO MANIFIESTA QUE CON OTRAS CONDICIONES NO SERA OBEDECIDO POR LA REVOLUCION punto SUAPENDIDO ATAQUE CIUDAD JUAREZ HASTA MAÑANA punto ¿QUE HACEMOS? punto.
Limantour repuso: DESPUES DE ESPONTANEOS Y PATRIOTICOS ESFUERZOS DE USTEDES TAN MAL CORRESPONDIDOS POR REVOLUCIONARIOS coma NADA VEO QUE PUEDA HACERSE POR AHORA punto.
Y en efecto, nada se hizo por el momento sino exacerbar los ánimos de los dos bandos que se azuzaban desde las barricadas de Ciudad Juárez, y desde las trincheras de costales de arena con que Madero había mandado cercar la plaza.
Además la población civil de Ciudad Juárez, subestimada hasta entonces, empezaba a inquietarse cada vez más, día a día, con un ejército a sus puertas y otro adentro, a punto de entablar combate en un descuido, al tiempo que, desde El Paso, los estadounidenses amenazaban con intervenir con las armas para defender sus bienes y las vidas de sus conciudadanos en caso de que hubiese guerra en la misma línea divisoria internacional.
Ante estas circunstancias y después de haber estudiado concienzudamente el caso, Madero decidió aceptar con los emisarios del dictador, y para el efecto fueron girados los partes de guerra entre ambos bandos.
Para entonces el presidente Díaz, en uno de los pocos momentos lúcidos que tenía, dentro de la gravedad de los males que le aquejaban ---el mayor de los cuales era una persistente fluxión facial---, ordenó a Limantour que designara como representante personal ante los revolucionarios, y lo enviara a Ciudad Juárez para tratar oficialmente con ellos, al licenciado Francisco Carvajal, magistrado de la Suprema Corte de Justicia.
Llegó Carvajal al campamento de Madero, bien instruido por Limantour sobre lo que debía hacer, y se reanudaron con él las gestiones, en el curso de las cuales los revolucionarios exigieron nuevamente la renuncia de Porfirio Díaz y además: que se propusiera para cuatro secretarías de Estado y para gobernantes de catorce entidades federativas ---entre ellas las del norte--- a personas de procedencia netamente revolucionarias y también que se hiciera efectivo y consciente el voto público; que se diese libertad a los presos políticos y se suspendiera toda persecución política, y que se expidiera un decreto de amnistía para los revolucionarios, los cuales debían ser indemnizados.
Los representantes del Porfiriato se negaron a aceptar aquellas proposiciones, bien instruidos como estaban, desde México, por Limantour y por Jorge Vera Estañol ---a la sazón encargado de la cartera de Gobernación--- que diariamente celebraban consejo de ministros en la misma recamara donde el dictador seguía postrado atendido por sus médicos de cabecera. De aquella recamara, donde el César parecía agonizar, había partido esta orden para Carvajal: Deben desecharse completamente las exigencias relativas a composición del ministerio, pues es asunto en que el señor Presidente no puede admitir la ingerencia de nadie.
En la abundante correspondencia que se cruzó en aquellos días entre el licenciado Francisco Carvajal y José Yves Limantour, puede apreciarse cuál era el pensar de los porfiristas respecto a los pretendidos arreglos con los revolucionarios: Se aprueba actitud de usted al negarse a discutir renuncia del señor Presidente, pues es punto respecto al cual el Gobierno no puede admitir decorosamente que se le impongan condiciones… Preciso es que se convenzan los revolucionarios que la renuncia no puede ser materia de pacto y que deben atenerse a lo que el Presidente resuelva hacer sobre el particular…

Pero… hubo una tregua
Al amanecer el 5 de mayo de 1911, un alegre toque de diana despertó a las fuerzas maderistas que se hallaban acampadas enfrente de Ciudad Juárez. Y a poco, en perfecto orden de formación, desfilaron uniformadas de la mejor manera posible, delante de una mesa puesta a campo raso y desde la cual Francisco I. Madero y sus consejeros, entre ellos muy serios Venustiano Carranza y José María Pino Suárez, presidían la conmemoración del la batalla del 5 de mayo de 1862, fecha en que las tropas mexicanas se cubrieron de gloria al derrotar a las francesas, en la que paradójicamente participó destacadamente la persona a la que hoy combatían: el entonces coronel Porfirio Díaz Mori.
Madero había no querido dejar pasar inadvertida aquella fecha, que celebró modestamente pero con gran emotividad, para fortalecer el ánimo de los soldados. Un improvisado trompeta vació sus pulmones con los aires de una marcha de honor, y los músicos tocaron el Himno Nacional. Y como el punto está colmado de esperanzas, el momento tuvo caracteres de solemnidad. De no pocos ojos brotaron lágrimas de recuerdo. Madero, con la cabeza en alto, parecía como si lo aureolara la victoria.
A esa misma hora, más o menos, en la ciudad de México, después de que hubo terminado el desfile militar con que también se conmemoraba la batalla del Cinco de Mayo, el Presidente de la República mandó llamar a José Yves Limantour y se dolió con él profundamente de la alarmante situación en que se hallaban las fuerzas federales en la frontera, y de la ineficacia de los esfuerzos que se hacían para aumentar el ejercito. Le pidió que le redactara un proyecto de manifiesto a la Nación convocando al pueblo a tomar las armas en defensa del orden público, de las instituciones y del Gobierno establecido, en la inteligencia de que si la Nación no le dispensaba su confianza, como lo había hecho en otras ocasiones de su vida, dejaría la presidencia.
Limantour se dispuso a preparar el texto del manifiesto cuya parte sustancial se refería a la muy pensada renuncia. Para ello acudió a Rosendo Pineda, destacado “científico”, quien redactó lo concerniente a la renuncia en estos términos: EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA, QUE TIENE LA HONRA DE DIRIGIRSE AL PUEBLO MEXICANO EN ESTOS SOLEMNES MOMENTOS, SE RETIRARÁ, SÍ, DEL PODER, Y LO HARÁ EN FORMA DECOROSA QUE CONVIENE A LA NACIÓN, Y COMO CORRESPONDE A UN MANDATARIO QUE PODRÁ, SIN DUDA, HABER COMETIDO MUCHOS ERRORES, PERO QUE TAMBIÉN HA SABIDO DEFENDER A SU PATRIA Y SERVIRLA CON LEALTAD.
Como era lógico, el texto no agradó del todo a Porfirio Díaz, así que hubo de hacérsele una enmienda, referente, desde luego, a la temida renuncia, habiendo quedado definitivamente así: SE RETIRARA, SI, DEL PODER CUANDO SU CONCIENCIA LE DIGA QUE AL RETIRARSE NO ENTREGARA EL PAIS A LA ANARQUIA.
Y en tanto que el general Porfirio Díaz discutía con su conciencia cuál sería la hora apropiada para renunciar a la presidencia de la República, los revolucionarios, que tenían cercada a Ciudad Juárez, comenzaban a dudar de la seriedad y limpieza de propósitos de los emisarios del dictador, y como los cinco días del armisticio ya estaban vencidos, la situación se hizo insoportable.
Entre tanto, el calor agobiante embotaba a los guerrilleros que hacía más de quince días estaban apostados delante de Ciudad Juárez. A la inactividad se sumaba la falta de víveres y la reducida provisión de cartuchos, cosas que provocaban no pocas discusiones violentas entre los oficiales de Madero. Pesaba sobre las fuerzas revolucionarias una tensión evidente, que parecía resumirse y concentrarse en la figura del propio Madero, cuando iba y venía durante mucho rato frente a la «Casa Gris» con las manos a la espalda y mirando al suelo, como si su cabeza se doblara bajo el peso de enormes preocupaciones.
El jefe de la Revolución tenía motivos para estar preocupado y aun sentir un creciente malestar. Porque las gestiones de paz se prolongaban estérilmente, y al mismo tiempo sus propios correligionarios tenían dificultades para ponerse de acuerdo con los términos del convenio que se quería negociar con los porfiristas. Estos, por otra parte, habían demostrado que estaban dispuestos a impedir a toda costa que los revolucionarios llegasen a formar parte del gobierno, aun después de la renuncia de Porfirio Díaz.

Intransigencia
En una de aquellas noches de largas y tediosas conversaciones con Braniff, Esquivel Obregón y Carvajal, a las que asistían, asesorando a Francisco I. Madero, su padre Don Francisco, el doctor Francisco Vázquez Gómez, Venustiano Carranza y el licenciado José María Pino Suárez, Braniff se extendió sobre el peligro de la intervención estadounidense, la que indudablemente sobrevendría si los revolucionarios atacaban Ciudad Juárez, pues las balas lloverían también sobre El Paso, Texas, causando perjuicios a los ciudadanos del otro lado del río. Madero, alzando un pie sobre la silla y apoyándose sobre el respaldo de la misma, lo interrumpió con vehemencia diciéndole: “¿La intervención? ¡También combatiremos a los invasores! ¿Por ventura ha de permanecer el pueblo mexicano esclavizado por déspotas, hijos de su propio suelo, por temor de que vengan tiranos extranjeros a arrebatarle una libertad de que no disfruta, y una irrisoria soberanía? ¡Si los Estados Unidos intervienen, ustedes y no nosotros serán los culpables y los que habrán acarreado mal tan grande a la república, pues nosotros únicamente buscamos nuestra libertad, en tanto que ustedes se aferran en mantener al pueblo en la esclavitud!”
Alguien habló de la renuncia de los señores Díaz y Corral (Ramón Corral vicepresidente de la República) y de un gobierno mixto en que la Revolución estaría representada por cuatro ministros y catorce gobernadores; y de improviso, un hombre como de cincuenta años, que desde el principio de la reunión se había situado en un rincón del local donde la lámpara no alcanzaba a iluminar, irguió su talla, mostrando su rostro de enérgicas líneas ornado por una barba luenga y entrecana, y exclamó con vos poderosa: “Nosotros, los verdaderos exponentes de la voluntad del pueblo mexicano no podemos aceptar las renuncias de los señores Díaz y Corral porque, implícitamente, reconoceríamos la legitimidad de su gobierno, falseando así la base del Plan de San Luis Potosí. La Revolución es de principios; la Revolución no es personalista, y si sigue al señor Madero es porque enarboló la enseña de nuestros derechos; y si mañana, por desgracia, este lábaro santo cayera de sus manos, otras cien manos robustas se apresurarían a recogerlo. Así, nosotros no queremos ni ministros no gobernadores, sino que se cumpla la soberana voluntad de la Nación. ¡Revolución que transa es Revolución perdida! Las grandes victorias sociales sólo se llevarán a cabo por medio de victorias decisivas. Si nosotros no aprovechamos la oportunidad de entrar en la ciudad de México al frente de cien mil hombres y pretendemos encauzar la reforma por la senda de una ficticia legalidad, pronto perderemos nuestro prestigio y reaccionarán los amigos de la dictadura. Las revoluciones, para triunfar de modo definitivo, necesitan ser implacables. ¿Qué ganaremos con la retirada de los señores Díaz y Corral? Quedarán amigos en el poder, quedará el sistema corrompido que hoy combatimos; el interinato será una prolongación viciosa, anémica y estéril de la dictadura; al lado de esa rama podrida, el elemento sano de la Revolución se contaminaría; sobrevendrían días de lucha y miseria para la República; el pueblo nos maldecirá porque por un humanitarismo enfermizo, por ahorrar unas cuantas gotas de sangre culpable, habremos malogrado el fruto de tantos esfuerzos y de tantos sacrificios. Lo repito: ¡La Revolución que tranza se suicida!”. El hombre que hablaba con tal vehemencia er4a Venustiano Carranza.
Un sordo malestar va invadiendo las filas de los jefes revolucionarios ante tantas discusiones y puntos de vista diferentes. Para evitar que ocurran rompimientos que serían de grandísimas consecuencias, y también a fin de no dar ocasión a que las tropas estadounidenses hagan violenta presión para impedir daños en su territorio, Francisco I. Madero decide la mañana del 7 de mayo levantar el campamento y retirarse de las inmediaciones de Ciudad Juárez, para dirigirse hacia el sur, tal vez a atacar la ciudad de Chihuahua.
«Don Francisco está a caballo. Doña Sara aborda un guayín; la acompaña el señor Pino Suárez. Don Abraham González también calza espuelas. El coronel Francisco Villa marchará a la vanguardia. Pascual Orozco levantará sus fuerzas que están frente a Juárez, y tiene órdenes de concentrarse en un punto y vigilar los movimientos del enemigo. José Garibaldi y Roque González Garza, se han adelantado al señor Madero para organizar la transportación de revolucionarios a bordo del ferrocarril. Los últimos en despedirse del presidente provisional son don Venustiano Carranza, quien dirigirá la revolución en Coahuila; Don Manuel Bonilla, comisionado del gobierno de Sinaloa y don José María Maytorena, quien tiene instrucciones para dar vuelos a la revuelta de Sonora»
Muy temprano aquel día, un ayudante personal del señor Madero había andado por el campamento repartiendo muchas provisiones entre la tropa y diciéndoles “que ya se podían todos ir cada quien a su casa, porque ya se había terminado la Revolución”
Extrañados y sorprendidos por lo que les acababan de informar, emprendieron la marcha, unos a caballo y otros a pie, siguiendo un camino paralelo a la línea divisoria. Habrían caminado unos diez kilómetros cuando fueron alcanzados por unos emisarios de Pancho Villa, que les instaba a regresar porque ya se iba a comenzar el ataque: “¡No se vayan compañeros, regresen, ya vamos a comenzar la pelea contra los pelones! ¡Villa nos llama, nos necesita; ahora si es la verdad, ya vamos a pelear!....
¿Qué había ocurrido? Que Madero, ya de salida, se enteró por los periódicos de El Paso, Texas, de que el presidente Díaz había publicado un manifiesto en el que hablaba de renunciar a la Presidencia de la República, lo que le hizo pensar que el camino se había allanado para el triunfo de la Revolución. Así pues, determinó volver a situarse frente a Ciudad Juárez a esperar que los emisarios de Porfirio Díaz vinieran con la noticia formal de la renuncia, y con la aceptación de las condiciones puestas por los revolucionarios para cesar con las hostilidades.
Pero los acontecimientos se precipitaron en forma inesperada, afirmando, hasta el final y como lo ha comentado un autor, que “la toma de Ciudad Juárez es un remedo de la legendaria captura de Troya por los griegos”.

Y… se provoca la batalla
Mientras Emiliano Zapata y Ambrosio Figueroa extendían la Revolución por los estados de Morelos y Guerrero, en el norte del país, Madero había decidido abandonar el asedio a Ciudad Juárez, temeroso entre otras cosas, de provocar un conflicto internacional con los Estados Unidos que pudiera perjudicar la causa.
La población de Ciudad Juárez se agotó inquieta al difundirse la noticia de que las tropas de Francisco I. Madero, que habían iniciado la retirada 24 horas antes, después de veinte días de acecho, retornaban sorpresivamente volviendo a cercar la ciudad. La «Casa Gris», donde Madero se había entrevistado con los emisarios de Porfirio Díaz, volvió a servir de cuartel general al Ejercito Libertador.
Allí, rodeado de quienes más tarde serían los miembros de su gabinete y de los más valerosos jefes revolucionarios, Madero esperaba confirmar la noticia de la renuncia del dictador.
El destino que muchas veces lleva a los seres humanos a circunstancias imprevistas ---felices unas, amargas otras--- colocó entre las fuerzas maderistas, que asediaban la plaza de Ciudad Juárez, al licenciado José María Pino Suárez, y en las federales, que defendían la misma, al coronel Manuel Tamborrel Macías; ambos de mucho prestigio en sus respectivas profesiones. El primero era un connotado abogado muy versado en los problemas sociales de la Nación; y el segundo de mucho prestigio y largo historial como pundonoroso, valiente y, sobre todo, como conocedor de su profesión y la responsabilidad que ella conllevaba.
Fue el coronel Tamborrel un famoso artillero que en una ocasión asombró a los Estados Mayores de los principales ejércitos de Europa, por sus profundos conocimientos en la materia, triunfando con admirables tiros de precisión; y fue también maestro del Colegio Militar de Chapultepec. Siempre estuvo en contra de la podredumbre que se había creado bajo la sombra de Porfirio Díaz, pero siempre se mantuvo incólume su lealtad al Ejército y a las leyes constitucionales vigentes, ambas juramentadas como militar de carrera que era.
Por ese motivo, azuzado también por intrigas de su Estado Mayor, Porfirio Díaz le tenía animadversión y no perdía ocasión de postergarlo, encomendándole las peores comisiones de entonces, como la campaña del Yaqui o la guerra contra los mayas; así como las plazas más crueles ---secas, áridas y calientes. Todos estaban enterados de esa antipatía recíproca. Tamborrel trinaba pero aguantaba disciplinadamente, pues era un excelente soldado y tenía un elevado concepto del deber, del honor y del apellido que llevaba.
Cuando surgió Francisco I. Madero en el horizonte político de México, Tamborrel lo conoció y simpatizó con él y con sus ideales, lo cual, por sus principios no podía ser de otro modo, pero eso no le hizo variar su conducta en el aspecto militar y en el del deber. Los acontecimientos se dejaron venir, desencadenándose por todas partes, la Nación antera pedía un cambio.
Era ya un hecho, el triunfo de la Revolución se hacía sentir. Las fuerzas maderistas se dirigían a Ciudad Juárez, había que impedir que tomaran la plaza, porque de ello dependería la base de su aprovisionamiento. El Estado Mayor porfirista, con ojo certero pasó revista a los jefes de su ejército, todos más o menos buenos, pero era necesario que fuera definitivamente, excepcional, sobresaliente y, sobre todo buen artillero y fortificador, aspectos que entonces eran decisivos en la guerra, particularmente en el caso de Ciudad Juárez, por su posición y condiciones generales… y se pensó en Tamborrel… y allá lo mandaron ---hasta aquí todo bien, pero lo que no le dijeron es que contaría con escasos recursos y limitados efectivos, aspectos que cuando quisieron remediar era demasiado tarde. Gente que apreciaba y respetaba al coronel Tamborrel, comentaron posteriormente que lo mandaron con la traidora intención de alejarlo del centro por su posición incómoda para algunos superiores y subversivamente lo limitaron de recursos; no les importaba perder la plaza, cosa que tardíamente quisieron remediar, pero ya era demasiado tarde. ¡Cómo lo lamentaron después!
En síntesis, escogieron al mejor, pero como les estorbaba, lo limitaron de recursos y le importaba un comino perder la plaza, pero así mataban dos pájaros de un tiro: eliminaban al incómodo y se deshacían del “viejo senil” (Porfirio Díaz) para adueñarse del poder, pero “el tiro les alió por la culata” y, en esta ocasión, fracasaron en su intento. Sin embargo, cegados por su ambición y deseos de venganza, no cejaron en ponerle todo tipo de obstáculos al noble Madero y aproximadamente dos años después, apadrinaron al sicario Victoriano Huerta para lograr al fin treparse al poder, pero… ---el eterno pero--- no contaban con la astucia maléfica de Victoriano que acabó por dejarlos fuera de la jugada, cosa que tampoco le valió al sicario porque, en menos de dos años, pagaría su maldita osadía. La historia mexicana lamentablemente está plagada de ese tipo de acciones, en las que las bajas pasiones humanas prevalecen sobre la responsabilidad, el deber y el honor.
Y así fue que algunos sobrevivientes de esos malditos supieron treparse al carro de la triunfante Revolución y con el tiempo fueron apareciendo en la escena política para hacer de las suyas. Triste México en el que acaban gobernando los malos y, cuando surge alguien bueno, responsable y noble, se lo acaban como alimañas sedientas de sangre sana.

En Ciudad Juárez, el coronel Manuel Tamborrel Macías se encontró con el general Juan Navarro, buen militar, pero ya sugestionado, pesimista y desmoralizado. Tamborrel lo inyectó de ánimo, tomó providencias, con los escasos recursos con los que contaba fortificó cuanto y como pudo, disciplinó a la tropa y no paró hasta que todo estuvo listo conforme a sus deseos.
Pero resultó que Porfirio Díaz ---siguen las intrigas---, seguramente mal informado y aconsejado, a la mera hora desconfió de Tamborrel, pero como ya no había tiempo de sustituirlo, le dirigió un mensaje que fue muy conocido, en el que le decía: “Confío en su honor de militar y en sus conocimientos”. Tamborrel le contestó: “Gracias, conozco perfectamente cual es mi deber, no necesito que nadie me lo recuerde”.
Mientras tanto, las tropas maderistas se habían acercado a Ciudad Juárez y la rodeaban hasta donde era posible. Los jefes revolucionarios constantemente visitaban la vecina ciudad de El Paso, Texas, en donde también era frecuentemente estuvieran Navarro y Tamborrel. Allí se encontraban con recelo, algunos se saludaban con respeto y hasta charlaban. En dos o tres ocasiones se encontraron los parientes políticos: el Lic. José María Pino Suárez y el coronel Manuel Tamborrel Macías, el primero de las fuerzas maderistas y primo hermano de Clementina Suárez de Tamborrel, y el segundo del ejército federal y primo hermano de José Tamborrel Siqueiros, esposo de Clementina. Cada uno en campo opuesto, cada uno luchando por su deber, marcados por las circunstancias y su destino.
Un día, ya en vísperas del primer ataque, se encontraron el señor Madero y el coronel Tamborrel, se conocían bien y se saludaron con respeto. Tamborrel le dijo: “Simpatizo con su causa, pero mi deber de soldado es combatirlo…. En mis circunstancias ya no tengo tiempo para otra cosa… Aquí amigos, allá enemigos y, desgraciadamente, mortales”. Se abrazaron, se despidieron y mutuamente se desearon suerte.
Cierto descontento, provocado por falta de acción y dilaciones de las pláticas de paz, comenzó a cundir entre las tropas maderistas. La gran mayoría estimaba, y lo decía en voz alta, que el jefe Madero, con su ingénita bondad, estaba siendo víctima de las artimañas del gobierno de México. Por doquiera se hablaba de la proximidad del general Antonio Rábago con fuertes contingentes militares, por lo que no pensaban en otra cosa sino en combatir.
A raíz del pactado armisticio confidencial del 22 de abril de 1911, los señores Francisco I. Madero y Oscar Braniff habían proporcionado de su peculio algunos miles de dólares para adquirir comestibles y alguno vestuario para las tropas, habiendo conseguido a la vez que el general Navarro permitiera que esos elementos pasaran por el puente internacional. Pero, como era de esperarse, esas provisiones se agotaron rápidamente. La disciplina de un conglomerado armado de carácter netamente revolucionario, laxa ya de por si, tiende a relajarse cuando se lo somete a un periodo de expectación demasiado prolongado… Garibaldi, Villa, José de la Luz Blanco y otros jefes, eran de parecer que la plaza se tomara sin mayores dificultades, no obstante que la suponían en mejores condiciones de defensa de lo que en realidad disponía. El armisticio confidencial terminó el 6 de mayo de 1911.
Madero volvió a caer en la indecisión, al mismo tiempo que seguía negándose a atacar la plaza sitiada. Así llegó el 8 de mayo: al mediodía mandó buscar urgentemente a Pascual Orozco y a Francisco Villa, para no perderlos de vista, pues sabía muy bien hasta donde podía llevarlos su impetuosidad y arrojo; pero ni Orozco ni Villa aparecieron por ningún parte. A esa hora ambos se hallaban muy cerca de las fortificaciones de Ciudad Juárez, decididos a hacer algo en firme; Villa mandó llamar a dos muchachos que andaban por ahí y les dijo: “Muchachitos, acérquense a los “pelones” lo más que puedan y dispárenles unos cuantos tiros, y luego se regresan al campamento”. Así lo hicieron los dos muchachos, pero sólo uno regresó, el otro fue alcanzado por las balas federales.
A esa misma hora, por otro rumbo, varios hombres de Pascual Orozco, que andaban dispersos, se acercaron a unas huertas de la ciudad como para cortar fruta, aunque sólo lo hicieron para estar más cerca de los federales y poder gritarles insultos y amenazas, lo que provocó un tiroteo inmediato por ambas partes.
Al anochecer, Orozco y Villa llegaron a la «Casa Gris» y Madero les preguntó:
--- ¿Qué sucede?
--- Nada ---repuso Villa--- que ya están tiroteando algunos soldados.
--- A ver qué se hace, hay que retirar a esa gente inmediatamente ---dispuso Madero.
--- Muy bien señor presidente, como usted lo ordene ---responden Villa y Orozco, retirándose en el acto dizque a cumplir la orden de Madero, pero en realidad lo que hicieron fue mandar más gente para azuzar a los demás para que arreciaran el fuego.
Cuando Madero, en su desesperación porque no se cumplían sus órdenes, se fue a buscar a Villa y Orozco, en cuanto los encontró les preguntó, con tono que ya a las claras demostraba disgusto:
--- ¿Qué pasa, por fin retiran o no retiran a la gente?
--- Señor presidente, la retirada yo no es posible, los ánimos entre la tropa ya están exaltados y no quieren más que pelear ---le contestaron resueltamente Orozco y Villa.

El señor Madero permaneció serio, como si estuviera ajeno a toda decisión, y luego les contesta:
--- Pues si es así, ¡Qué le vamos hacer!

Serían las tres de la mañana, cuando Villa citó a junta a los jefes que estaban bajo su mando. Allí, en la penumbra de la madrugada, les da las últimas y terminantes instrucciones:
--- Amiguitos: la plaza de Ciudad Juárez debe estar en poder de la Revolución. Yo sé que está muy bien defendida, pero no tanto como para que con un poco de voluntad y audacia no lo podamos rendir. Compañeros, si somos capaces del arrojo que debe tener todo jefe leal que sabe cumplir con su deber, no nos va a ser muy difícil. El enemigo no tiene tantas ganas de morir, como nosotros de dar batalla, que será decisiva para el triunfo de nuestra causa. Todo está en entrar duro y parejo. Sobre todo cuiden de que no decaiga el ánimo de la tropa, ¿Entendidos?
Entre tanto, los coroneles maderistas Marcelo Caraveo y Agustín Estrada habían detenido en Bauche, Chihuahua, cerca de Ciudad Juárez, al general Rábago, quien se acercaba con una columna militar para auxiliar a la ciudad sitiada. Empezaban los combates, se desató el furor de unos y otros. Los maderistas avanzaban, las fortificaciones que coronel Tamborrel levantara para defender la ciudad eran derribadas por el ímpetu y decisión de los revolucionarios.
Desde la «Casa Gris», Madero contemplaba angustiosamente cómo la línea de fuego se iba extendiendo en torno a la ciudad. Enterado de que los federales acababan de dar muerte al emisario de paz que había enviado al general Navarro, dio la orden de entrar en batalla y mandó al coronel José de la Luz Blanco a que reforzara con todos sus hombres a Villa y Orozco.
Por fin entraron en la plaza, Tamborrel la defendía con coraje, como tigre acorralado; primero con artillería, después con ametralladora y, por último, ya herido y moribundo, con su pistola, que disparó ya estando completamente ciego por causa de una granada que le estalló cerca. Ahí quedó tirado en la calle, detrás de un poste. De ahí fue levantado.
--- ¡Arriba, muchachos, que ya se comienza a mirar el grano del rifle! ¡Adelante, muchachos, que ya mero se nos hace! ---les gritaba Pancho Villa a sus huestes que no dejaban de repetir ellos también: ¡Viva la Revolución! ¡Abajo el mal gobierno!
A poco, el coronel Francisco Villa se presentó ante Madero y le dijo:
--- El general Juan Navarro con sus oficiales y todas sus fuerzas están en poder de la Revolución y a disposición de usted. La plaza de Ciudad Juárez se ha rendido ante las armas de la Revolución. Si usted gusta señor Madero, ya nos podemos ir a la ciudad.
--- ¿Qué me estás diciendo Pancho? ---replicó Madero.
--- Que Ciudad Juárez está a disposición de usted, que ya es nuestra. ---concluyó Villa.
Francisco Madero, profundamente emocionado, estrechó en un fuete abrazo al rudo francisco Villa. Después de setenta y dos horas de intensos y sangrientos combates, Ciudad Juárez cayó en poder de la Revolución el 10 de mayo de 1911. Fue el hecho de armas más significativo en la primera etapa de aquel movimiento libertario social de México.

El señor Madero ordenó que los funerales del coronel Manuel Tamborrel Macías se hicieran como correspondía a su graduación y a la heroica forma en que había sucumbido. El general e ingeniero Pascual Ortiz Rubio, revolucionario y expresidente de la República, en su obra “La Revolución de 1910”, dice: “Se verificaron con pompa los funerales del coronel Manuel Tamborrel Macías, que murió como un valiente. Le hicieron los honores una compañía de infantes revolucionarios y un escuadrón de caballería, a las inmediatas órdenes de los jefes prisioneros. Al descender el cuerpo en su sepultura se hizo una descarga de fusilería y los tambores batieron marcha de honor”
Esta noble actitud del señor Madero causó desagrado de muchos revolucionarios que no encontraban razón para proceder así con un hombre que había sido su enemigo, que les había causado muchas bajas y que les había dado mucho quehacer. En cuanto al general Navarro, que fue hecho prisionero, el señor Madero personalmente lo ayudó a cruzar el río Bravo y pasar a los Estados Unidos, poniéndolo a salvo, en un sitio seguro, en lugar de fusilarlo como lo hubiera hecho cualquier otro de los jefes revolucionarios. Madero, todo generosidad y nobleza, era incapaz de hacer una cosa así, todos comentaban que si el resultado hubiera sido al revés, y el señor Madero hubiera caído prisionero, el general Navarro no hubiera titubeado en fusilarlo inmediatamente. A este comentario, Madero siempre contestaba: “No porque otro sea asesino yo lo voy a ser”
Todos los gestos de nobleza del señor Madero herían y molestaban a los sanguinarios de la Revolución ---desgraciadamente proliferaron y mucho daño le hicieron a ésta---, que todo querían arreglar destruyendo y matando sin piedad. La formidable y ejemplar actitud del señor Madero para con el general Navarro y el coronel Tamborrel colmó la sed de sangre y venganza a ultranza; no pudieron soportar los honores militares en el sepelio de Tamborrel, acto que fue, según ellos, una vergonzosa humillación. Lo de salvar a Navarro lo consideraron una imperdonable tontería. Los más disgustados eran Pascual Orozco y Francisco Villa, quienes después de buscarse para comentar lo sucedido y dizque sus consecuencias, resolvieron dar un paso lamentable pero que fue a la postre aleccionador.

Relucen las pistolas
El edificio de la Aduana de Ciudad Juárez se había convertido en el cuartel general del presidente provisional de México, cargo que tenía el señor Madero desde que el Plan de San Luis recibió la adhesión del pueblo mexicano; y contando ya como capital improvisada a Ciudad Juárez, procedió a nombrar su gabinete en la forma siguiente: ministro de Relaciones Exteriores: Francisco Vázquez Gómez; de Hacienda: Gustavo A. Madero; de Guerra: Venustiano Carranza; de Gobernación: Federico González Garza; de Justicia: José María Pino Suárez y de Comunicaciones: Manuel Bonilla.
Aún humeaban los fusiles con que se había ganado la plaza, cuando, el 13 de mayo de 1911, sábado, un incidente que casi se convierte en motín, interrumpió la buena armonía de los jefes revolucionarios y mostró ingratas aristas en el carácter de algunos de ellos, Pero dejemos que sea Juan Sánchez Azcona, secretario particular del señor Madero, nos platique el episodio y sus derivaciones:
“Ese día iba yo acompañado de mi hijo Juan. Al llegar a la Jefatura nos sorprendió encontrar a su puerta gran hacinamiento de gente. El portal de la entrada estaba resguardado por Juan Dosal y sus hombres. Abrimos paso entre la muchedumbre para llegar a ese lugar, y alguien nos dijo: ‘Pasa algo grave; el presidente y el general Orozco tienen una gran disputa’. El mayor Dosal nos franqueó la entrada y al llegar al salón de juntas, oímos grandes clamores y vimos con sorpresa que un grupo de hombres se debatía forcejeando desesperadamente: Orozco con el brazo izquierdo tenía enlazado a Madero, mientras que en su diestra mano empuñaba una pistola; Madero exclamaba: ‘Yo soy el presidente’ y Orozco rugía; ‘Pero no sale usted señor Madero, no sale usted…’ Don Abraham Gonzáles y Gustavo A. Madero, éste también con pistola en mano, trataban de separar a madero y Orozco; y así, forcejeando, Madero, completamente inerme, con la fuerza de sus músculos logró llegar hasta la puerta, la traspuso pasando frente a Dosal que permaneció atónito y salió hasta la calle. Nadie más que ellos dos pudieron salir. Estaban en la Jefatura todos los miembros del gabinete (con excepción del Dr. Vázquez Gómez y de don Venustiano Carranza). Juan Dosal y sus hombres nos interceptaron el paso diciendo: ‘Nadie sale….’ Oímos gritos de las tropas que clamaban a Pascual Orozco… Pino Suárez trepó sobre las sillas para ver u oír que acontecía. Se había hecho un gran silencio, y Madero, desde lo alto de un automóvil, arengaba a las tropas, más de cien hombres, casi todos de las fuerzas de Orozco.
Madero gritó:
‘Aquí estoy, matadme si queréis… O conmigo o contra Orozco ¿Quién es el Presidente de la República?...
El general Garibaldi gritó: ‘¡Viva Madero!’ y toda la tropa secundó el grito, que fue repetido muchas veces, Orozco parecía anonadado. Entretanto, Villa se acercaba al coche y decía conmovido al Presidente provisional: ‘Ajusíleme usted Madero, castígueme, castígueme…’ Y Madero, que había recobrado su sonrisa habitual: ‘Qué te he de fusilar, si eres un bravo…’ Y a Orozco: ‘General todo ha pasado… Venga a tratar conmigo serenamente, dígame.’
Orozco expresó que no creía justo que las tropas sufrieran penalidades. Enérgicamente contestó Madero que la penuria de las tropas no era tanta como Orozco la presentaba, desde el momento en que había víveres en los almacenes, y que muy pronto quedaría resuelta la inmediata situación económica, con el funcionamiento de la Aduana; que, por lo demás, ningún caso estaba dispuesto a someterse a la fuerza bruta.
Despidiese Orozco, al parecer calmado; Madero acordó lo más urgente con nosotros, y en seguida se marchó a poner a salvo al general Navarro, porque, después de lo acontecido, era de temerse algún atentado en su contra.
Desde aquel momento data el ‘maderísmo’ de Pancho Villa, que perduró hasta su muerte, no obstante que estuvo preso durante la presidencia constitucional de Madero. Días después del motín, villa nos decía a Pino Suárez, a Bonilla y a mí: ‘Cuabdo pienso en el mal que quise hacer al señor Madero, me siento el corazón entre dos piedras’”
Con respeto a la situación del exdefensor de Ciudad Juárez, el general Juan Navarro, a quien se decía que Orozco y Villa insistían en hacer fusilar, acusándolo, juntamente con el coronel Caraveo, de haber ametrallado en un panteón a los prisioneros y heridos revolucionarios que capturó en la batalla de Mal Paso, un boletín que hizo imprimir Madero aquel mismo 13 de mayo, volviendo a enseñar su nobleza y humanismo, decía lo siguiente: “Como supe que algunos soldados mal aconsejados, trataban de infligir alguna ofensa al general Juan Navarro, lo tomé bajo mi custodia, desde un principio, en mi propia casa; pero, como no podía estar siempre a su lado, con lo que pasó, concebí temores de que en mi ausencia podría ser molestado. Para evitarlo, lo conduje en persona a un lugar apropiado para que pudiera cruzar el río y refugiarse en el lado americano, en donde continúa siendo mi prisionero de guerra, bajo su palabra de honor.
En honor de Orozco debo decir que él mismo propuso que podríamos hacerlo de este modo desde un principio, y el mismo Villa, cuando le comuniqué mi propósito de garantizar la vida de Navarro, me dijo que obrara como quisiera, con lo cual quedaría conforme, En consecuencia, no es verdad, como se asegura, que mis oficiales o soldados me hayan exigido la vida del prisionero, pues así como son valientes en el combate, son generosos en la victoria”


Esta fue la versión oficial de ese histórico episodio. Con esto volvió a demostrar el señor don Francisco I. Madero su calidad de hombre probo, noble y humano. De los hombres cuya presencia en el mundo contrarresta tanta ignominia. Seres excepcionales a quienes la única forma de eliminarlos es asesinándolos, como asesinaron a Jesucristo. Los matan físicamente pero nunca a su espíritu ni a sus enseñanzas que prevalecen eternamente para bien de la humanidad.

1 comentario:

Gradualmente Bronquial Quever dijo...

Cuanto más leo acerca de la Revolución Mexicana u oigo a gente docta en esa materia, me voy dando cuenta de la razón que les asiste a los que piensan que la mentada revolución, como la han difundido oficialmente, es un verdadero mito. Han fabricado héroes de barro. Los aprovechados o, como dice el vulgo: "a quienes les hizo justicia la robolución" acabaron (asesinatos, traiciones, condenados y ejecutados mediante juicios sumarios) con los verdaderos idealistas, los hombres probos que hicieron posible el cambio que tanto anhelaba el pueblo de México. Los aprovechados, que dieron lugar a la "Trinca Infernal": PNR-PRM-PRI, fueron unos "santos hombres" llenos de atributos "muy valiosos": asesinos, traidores, desleales, hipócritas, corruptos, demagogos, etc., etc. Y el que quiera que le agregue todos los epítetos similares que desee.